31/05/2020
 Actualizado a 31/05/2020
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El confinamiento casero a que estamos siendo obligados para evitar el contagio del coronavirus se asemeja a la situación de permanencia que se vivió en España al término de la guerra civil. Pero mientras lo de hoy es prescripción político-facultativa, lo de antaño fue voluntario y afectó a personas próximas al bando derrotado que decidieron permanecer en el país durante la posguerra, paralelamente a cientos de miles que decidieron huir al extranjero.

Los vencidos se convirtieron en una especie de parias, una casta de indeseables contra los que eran permisibles todos los abusos inimaginables. De lo mejor fue los que se fueron: trabajadores agrícolas e industriales, profesores universitarios, profesionales de todo tipo, militares, escritores, sindicalistas, artistas, políticos, etc. España nunca recuperó esa tremenda pérdida.

Los que se quedaron porque no les dio tiempo a escapar o porque no querían creer en que el nuevo régimen llegaría tan lejos en su política de represión tuvieron, con suerte, que refugiarse en eso que Miguel Salabert ha llamado en una magnífica novela, el «Exilio interior». Otros, con menor fortuna, acabaron en la cárcel o en el paredón. Los que se salvaron de ese destino fueron sometidos a una depuración que obligó a miles de personas a abandonar sus profesiones y aprender otra cualquiera, habitualmente inferior a la antigua, si no querían morirse de hambre, y viviendo al margen de los derechos de los inmaculados ciudadanos.

La España de los años cuarenta o cincuenta e incluso más allá estuvo llena de viajantes de comercio, de cobradores a domicilio, de camareros, de pequeños oficinistas, de profesores particulares, víctimas de la depuración que les había obligado a dejar sus profesiones y que ocultaban como podían su pasado democrático. Tal fue el caso de Hipólito Romero Flores, catedrático de Filosofía del Instituto Padre Isla y Gobernador civil en León por unas semanas. Apenas podía sustentarse dando clases particulares hasta que años más tarde consiguió volver a ocupar la cátedra, no en León, sino en Palencia, donde apenas pudo ejercer, pues las amarguras sufridas ya le habían herido de muerte. Licenciados e incluso doctores republicanos depurados se ganaban la vida escribiendo tesis doctorales y conferencias de universitarios y académicos adictos al régimen. Salvo unos pocos casos, ninguno de los antiguos docentes regresados volvió a sus puestos en instituto o universidad, porque quienes gobernaban la vida académica no estaban dispuestos a soportar su competencia.

Al principio, el rechazo de los excluidos era cosa sencilla. Eran de la cáscara amarga, rojos, de ‘ideas avanzadas’ y muy peligrosos. Por lo tanto, carecían de cualquier derecho. Si los cientos de miles que huyeron las pasaron canutas no fue un mundo de rosas para los que se quedaron. El lector que busque más información no tiene más que asomarse a las páginas de ‘Pretérito imperfecto’, el libro de memorias de Carlos Castilla de Pino sobre el trato que dieron las autoridades universitarias españolas a los docentes depurados, gente excluida de las aulas por sus antecedentes republicanos, cuyos conocimiento científicos utilizaron, pirateándolos, no pocos flamantes catedráticos durante la era franquista, a menudo a cambio de una compensación económica tan mísera que apenas les permitía subsistir. Lo que se hizo entonces con esos depurados muestra el grado de abyección a que llegó la vida intelectual española en aquellos años, como confinados y silenciados hoy por la Covid-19 para evitar su contagio.
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