06/10/2019
 Actualizado a 06/10/2019
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Entre las noticias de estas semanas espesas, la más importante se esconde en la foresta. Nos avisan los que saben: se quedaron cortos en los cálculos. El océano sube de nivel más rápido de lo que creían, el hielo se deshace con vértigo, los azotes climáticos serán –ya son– más radicales, más mortales, más devastadores; comemos plástico. Habían equivocado los cálculos porque dedujeron con optimismo que a estas alturas habríamos hecho algo para evitar este disparate. Pero no, de hecho se ha clausurado otra cumbre sobre el clima y tal parece el día de la marmota: Trump pasó a echar un vistazo y unas risas y los demás no acordaron más que hacer algo cuando se pongan finalmente de acuerdo en hacer algo. Será tarde, ya lo dicen los que saben.

Tengo poca fe en que se detenga esta inmensa calamidad tan anunciada. Las tragedias humanas suelen detenerse solo por su propia inercia, por colapso o por una catarsis inesperada a menudo azarosa. Muchas personas de bien han acudido estos días a manifestaciones clamando por detener el desastre, pero muchos más eligen que les representen quienes lo ignoran o eligen Notre Dame.

Da pena. Se acabarán o carecerán de sentido la Sixtina y Benidorm, Auschwitz y Altamira, las formidables montañas de basura y los jardines zen. Se acabará todo y a nadie importará, porque nadie quedará para lamentarlo o recordarlo. Nadie habrá para indagar sobre quién estuvo por aquí (un parpadeo a efectos cósmicos) y para qué. Las películas de ficción proponen ideales o inquietantes futuros, pero se adornan con alguna salida que permite un ‘continuará’, una secuela. No es así. Será el ridículo final de una especie ridícula capaz de lo mejor y de lo más tonto: esfumarse por su propia pasividad y estulticia, matarse a sí misma sin la determinación de un suicida o el arrojo de un desesperado. He ahí la tragicomedia.

Tenemos a las puertas un Armagedón de verdad, un milenarismo sin chistes, un acabose preavisado que no nos creemos a pesar de su retransmisión. Y se me ocurre que la diferencia con otros de este tipo, como los pánicos del año mil en plena Edad Media, consiste en que entonces no sucedió pero sí se lo creyeron y el culpable era, como suele, Dios, según cuentas cabalísticas emanadas de escritos sagrados. Puesto que el acontecimiento había de basarse en la voluntad divina, nada podía hacerse y nada debía o podía evitarlo, nadie cargaba con las culpas, nadie era responsable. Paciencia y barajar (o rezar). Ahora no quedan dioses para cargar con la culpa, y eso es una novedad. Ahora que Dios es apenas una idea, y ni siquiera una buena idea, o el ‘personaje de ficción favorito’ de Homer Simpson, a ver a quién recurrimos o culpamos. Uno de los mejores teólogos del siglo pasado, Woody Allen, afirmó que si Dios existiera, esperaba que tuviese una buena excusa. Pero no: Dios era nuestra excusa. Y ya ni siquiera eso tenemos.
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