23/10/2019
 Actualizado a 23/10/2019
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Somos organismos receptores. Estamos diseñados para canalizar el flujo infinito de estímulos externos e internos a través de cinco sentidos. Podían ser muchos más, pero con estos cinco ya tenemos de sobra para sobrevivir... ¡y para aturdirnos! Porque no basta con detectar y seleccionar los estímulos, lo importante es convertirlos luego en imágenes, sonidos y sensaciones, y con todo ello pasar después a construir impulsos, deseos, pensamientos y actos.

Pero hay más. De nada servirían estos magníficos aparatos receptores y ese increíble sistema de transducción de la energía (lumínica, mecánica, química) en impulso bioeléctrico (neuronal); ni siquiera basta que estemos dotados de ese otro aparato mágico (el cerebro), transformador y creador del pensamiento. Necesitamos algo más. Necesitamos construir la realidad, o sea, dotar al mundo exterior y a nuestro propio cuerpo, de consistencia y estabilidad, algo que exige crear un mapa interior, una imagen global cuyos rasgos esenciales sean permanentes y a los que todos otorguemos una realidad objetiva que no depende de nosotros, que está ahí a pesar de todos los cambios que observemos.

Bien, pues lo nuevo de la sociedad actual es que han aumentado esos aparatos receptores y emisores de imágenes, sonidos, sensaciones, hasta el punto de multiplicar por millones los estímulos diarios que recibimos de ese mundo exterior y llegar a sustituir a la percepción directa de nuestro entorno. La consecuencia es que nuestro mapa interno, la idea misma de un mundo estable y consistente, se resquebraja, se vuelve insegura y tambaleante. ¿Cómo sobrevivir a tanto reclamo de nuestra atención, a tantas imágenes, voces, mensajes, estímulos, manipulaciones, impactos, si apenas tenemos capacidad para recibirlos, no ya para asimilarlos, valorarlos, recolocarlos en nuestra mente y nuestro interior?

Estamos sumergidos en un mundo incontrolado e incontrolable, sobreexcitado, lo que conduce inevitablemente al aturdimiento, la impotencia y la desconfianza. Ante esta situación, necesitamos a toda costa encontrar elementos que nos den seguridad, que estabilicen nuestra imagen del mundo y de nuestro entorno. Los caminos para lograrlo son muchos, pero lo más frecuente es volverse más fanático, más dogmático, otorgar a nuestras creencias mayor poder sobre nuestras reacciones. También, al quedar atrapados por la confusión, buscar refugio en salvadores o predicadores que nos prometan acabar milagrosamente con el desorden y la inestabilidad.

Quien haya estado siguiendo los acontecimientos de la semana negra de Barcelona (¿todos nosotros?), recibiendo el constante bombardeo (sic) de imágenes, comentarios, gritos y disparos, llamas y proclamas, habrá visto cómo sus ideas, su imagen de la realidad catalana, se tambalea; necesitará reacomodar su mapa interior para reinterpretar qué es el separatismo, la democracia, la violencia, el terrorismo, la independencia. Ese exceso de realidad nos obliga a un ejercicio de simplificación, porque lo que no podemos es dejar de valorar y de buscar algún sentido a lo que vemos, oímos y percibimos con una carga tan alta de excitación, furia y ruido.

Es aquí donde interviene la política como mediadora necesaria para dar sentido y canalizar los efectos nocivos y peligrosos de ese exceso de excitación que la propia realidad produce. La peor política, en este caso, paradójicamente, es la apaciguadora, la encubridora, la banalizadora, cuya imagen más patética se refleja en la cara y los balbuceos del ministro Marlaska y el presidente Sánchez. ¿Por qué? Porque esos tímidos gestos y apariciones no tranquilizan, en el fondo, a nadie. Porque el exceso de realidad acaba desbordando cualquier maniobra de distracción y engaño.

Otro efecto pernicioso de nuestra incapacidad para percibir y dar sentido a la precipitación de hechos inesperados (aunque previsibles) que se están produciendo a nuestro alrededor y tan cerca de nosotros, es el acostumbrarnos a ese exceso de realidad y acabar aceptando como normal lo que en modo alguno puede llegar a serlo: el terrorismo callejero, el uso de la violencia como arma política, como elemento de amenaza, de presión, de imposición. No pueden derrotarnos los antidemócratas y neofascistas por cansancio, por desmoralización, por saturación.

Aquí no hay ninguna solución intermedia: o triunfa la democracia y el Estado, y se restablece la unidad de la Nación y la igualdad política real de todos los ciudadanos, o triunfa el separatismo y la disgregación de la Nación y la derrota del Estado democrático. Las contradicciones irán en aumento y el PSOE, que pretende encontrar una tercera vía, no podrá mantener durante mucho tiempo esa quimera, porque ni será solución ni será moderada, como ahora trata de vendernos. El exceso de realidad lo impedirá.
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