Estudiando leyendas

16/11/2018
 Actualizado a 15/09/2019
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Es uno de los mandamientos de los que menos duda tengo de que la ciencia que los inspira es infalible. Lo recoge Gabo en sus memorias y se lo he leído y escuchado a otros muchos, yo mismo comparto la sensación que expresa ese niño de cinco o seis años (ahora antes, a los tres ya son captados por el sistema) que decía con pena: «Siendo todavía un niño vi interrumpida bruscamente mi educación porque tenía que ir a la escuela».

Parece una paradoja –y más en un hijo de maestra– pero no lo es. Nada tiene que ver que necesites conocer los logaritmos nigerianos, que dice alguien muy cercano, con que sea imprescindible que también escuches a los paisanos de tu pueblo, a las mujeres que cosen al sol, que conozcas los árboles de tu tierra, que distingas los pájaros por sus plumas y sus cantos, que aceches a las lagartijas en las paredes, que cuando la edad lo pida bajes a las cuevas, subas a las peñas, entiendas los acertijos, descubras palabras que no trae el diccionario, disfrutes de la cara blanca de la nieve aunque «vayas a coger una pulmonía», practiques los secretos de cómo prender la cocina con cuatro palos y unas páginas de periódico (¡ay cuando desaparezca el papel! ¿vamos a prender con la ‘tablet’?), te subas a los árboles a robar peras con la adrenalina a tope pensando que puede salir el amo, vayas a asar patatas robadas a debajo del puente...

¿Contempla esto la Logse, Lomce o derivados?

Y añade espacios para conocer las leyendas y hasta los mitos, participar en las tradiciones, descubrir animales mitológicos, escuchar los romances, conocer las canciones, hablarle de tú a las costumbres que han ido escribiendo el mundo que pierdes.
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