17/03/2022
 Actualizado a 17/03/2022
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Los profesionales de la gestión de riesgo, los politólogos, los tertulianos fatuos que nos flagelan en las televisiones o en las radios, buscan en el pasado información sobre el llamado «peor escenario» y la emplean para calcular riesgos futuros; este método se llama «prueba de estrés». Toman la peor recesión histórica, la peor guerra, la peor maniobra histórica con los tipos de interés o los peores índices de desempleo como referencia para calcular con precisión el peor resultado futuro. Claro que nunca se dan cuenta de esta incongruencia: cuando ese peor escenario del pasado sucedió, superó al ‘peor escenario’ de su época. Nassim Taleb llama «el problema de Lucrecio» a este fallo mental en honor al filósofo y poeta latino que escribió que el tonto cree que la montaña más alta del mundo es la más alta que ha visto él. Creemos que el objeto más grande que hemos visto o del que hemos oído hablar es lo más grande que puede existir; y hace miles de años que caemos en esa trampa. Este preámbulo viene a huevo para definir la guerra de Ucrania. Los jóvenes europeos menores de veinticinco años se encuentran, de pronto, siendo protagonistas de su primera guerra. En Europa, por supuesto, porque en el resto del mundo nunca han dejado de existir. Pero nos quedaban muy lejos; demasiado lejos para sentir sus efectos. Esta guerra, la actual, ocurre en el patio trasero de nuestra casa, en un lugar demasiado cercano para poder ignorarla. Todos, en realidad, la estamos notando, aunque solo sea en el bolsillo, en nuestra cartera, que, de pronto, ha empezado a adelgazar de manera muy preocupante. Estamos sufriendo una escalada de precios que no se veía en Europa desde la lejana crisis del año 73 del pasado siglo, cuando los productores de petróleo se dieron cuenta de que eran los dueños del chiringuito y que podían estrangularnos sin demasiado esfuerzo. Dubai, por ejemplo, en aquel año, no era más que un lugar inhóspito, lleno de arena y con cuatro casas de adobe como ciudad. Hoy, cincuenta años después, es el sitio más caro del mundo, con hoteles de siete estrellas, rascacielos que no acaban nunca y, lo más llamativo, lleno de casas con jardín en pleno desierto.

Borrel, el nuevo Solana de Psoe, ha llegado a pedir a todos los europeos que bajen un grado la calefacción de sus casas para castigar a Putin. Y la tipa que dirige el Santander ya ha dicho que en su casa el termostato está a dieciocho grados. Me parece, mayormente, una desfachatez. Ya quisiera verlos vivir en cualquiera de nuestros pueblos de alta montaña, a ver si tenían cojones de hacerlo. Otra cosa sería si viviésemos en Almería o en Córdoba, no digo que no; pero aquí, en plena meseta, no.

Hay guerra en Europa, como la hubo en los años noventa del pasado siglo y nadie se quiere acordar. Incluso hay algún periodista del diario Público que la califica, a toro pasado, como «guerra justa», la mayor incongruencia que se puede decir de una guerra. Quién tiene la paciencia de leer esta columna, se acordará que llevo tres años diciendo que se está criminalizando a Rusia sin motivos plausibles. También he dicho que es la excusa perfecta para los occidentales: encontrar un chivo expiatorio, en este caso Rusia, como en su momento también lo fue para el General que nos gobernó cuarenta años y un día. Rusia es culpable y los demás no somos más que hermanitas de la caridad o el padre Ángel, seres limpios de pecado y dotados de las más santas intenciones. No todo, por supuesto, es tan sencillo ni tan simple. Occidente no ha parado de provocar a los rusos. Ha extendido su ‘alianza defensiva’ hasta las mismas puertas de su dacha. ¿Por qué?, ¿para qué? Occidente, (Estados Unidos), ha incumplido varios tratados firmados por sus presidentes y que van desde la no proliferación de armas nucleares hasta el de la guerra de las galaxias. Y tienen bombas atómicas en un lugar tan cercano de Rusia como Rumanía. En 1963 ocurrió la ‘crisis de los misiles de Cuba’. Los rusos habían instalados varias decenas de cabezas nucleares en la isla y los americanos estuvieron a punto de iniciar la Tercera Guerra Mundial por este hecho. Al final, gracias a Dios, todo quedó en un susto. Los rusos desmantelaron los misiles, pero la isla hermana comenzó a sufrir un bloqueo que dura hasta hoy.

Rusia tiene miedo de los occidentales y lo están pagando los ucranianos. Putin, como dije hace dos semanas aquí mismo, se ha equivocado: está haciendo pagar a los ucranianos su paranoia. Y los civiles no tienen la culpa de que sus dirigentes sean unos tontos que creen que el monte más alto que hay en el mundo es el suyo, el Goverla, que mide 2.061 metros.

Salud y anarquía.
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