09/04/2021
 Actualizado a 09/04/2021
Guardar
Hoy visité a la tía Reme. Bueno, en realidad ni es mi tía ni sé dónde vive, pero conozco su salita desde que Luis Grau, en una fabulosa columna, la comparó con nuestro señorial Ordoño, ahora convertido en un revoltijo de cacharritos, adornos, colorines y objetos tan inútiles como de gusto dudoso, con los que tropiezan los pies y la vista. Fue una visita corta porque a las asfixiantes ‘modernidades’ se unió el desencanto de no levitar sobre la colorida alfombra de asfalto valorada en medio millón de euros y la tristeza provocada por dos estampas en sepia que todos fingíamos no ver y desentonaban con todo. O quizá no fingíamos porque, desde que tenemos coartada para no sonreírnos, estamos sumidos en tal aislamiento que ya sólo nos quedan los ojos, para no vernos.

Allí, en una acera del turístico Ordoño, un joven tocaba la guitarra entonando algo tan melancólico como su mirada, amarrada al suelo, acariciando las monedas recaudadas. Escena que me llevó al discurso de Leonard Cohen, al recibir el Premio Princesa de Asturias, en el que demostró su grandeza revirtiendo las cosas y adjudicando el mérito de su magistral obra a nuestra tierra, a la que agradeció tres cosas: los versos de Lorca, de los que bebió para componer sus letras, el olor a cedro de su guitarra española y seis acordes de guitarra, base de todas sus canciones desde que un joven español, al que conoció tocando en un parque, se los enseñó en tres días de clase. Y frente a la melancólica guitarra, en la esquina de Ordoño con Alcázar de Toledo, un bulto sentado sobre una maleta. Imposible saber si era hombre o mujer aquel amasijo de ropa replegado sobre sí mismo, con la cabeza apoyada sobre las rodillas, ocultando la cara. En el suelo, un cartón, seis monedas y dos palabras: UNA AYUDA.

Pura metáfora. Allí estaba la paradójica situación del mundo, concentrada en unos metros. La pobreza, la soledad y el desamparo sentados sobre el despilfarro de medio millón de euros, literalmente tirados al suelo por los gestores de lo nuestro, en plena pandemia y sin sonrojo ninguno. Allí estaba la falta de empatía de los que, teniendo los medios, siguen a lo suyo, ajenos a las necesidades reales del ciudadano, que no ha dejado de pagarles el sueldo ni un solo mes, mientras hace malabares para pagar la luz de su casa. Allí estaba la desigualdad, que ya arrastrábamos, ahora aumentada por el vertiginoso empobrecimiento de los que ya llegaron pobres porque venían de pagar otra crisis, con el austericidio de la vergüenza. Aquel bulto sin rostro sentado en el suelo representaba otra cepa de esta pandemia, llamada hambre, y ocultaba la cara de todos los que, sin saber cómo, han cruzado el umbral de la pobreza, sin ni siquiera ver la puerta. Y te preguntas cuántas personas de las que te rodean la llevarán escondida porque la pobreza está estigmatizada y para colmo de males, a pesar de su peso, hay que llevarla puesta.

Observando con calma los ojos de los que siguen en pie ves que otra variante más, de la que la OMS lleva meses alertando, está entre nosotros. Otro virus que ha ido erosionando la salud mental de los ciudadanos. La fatiga de vivir un año entre el vértigo y la supervivencia, de dormir con miedo y despertar con pánico por si falla el trabajo o el maldito virus ataca a los tuyos. El trauma de aprender a caminar de nuevo, con la sonrisa tapada, el temor puesto y el recelo apuntando al que viene de frente, como si ocultase una bomba que puede matarnos. Con la nostalgia del ayer asomando en los ojos porque la realidad del hoy, se hace inabarcable… Un cóctel de miedos, cansancios y anemia de abrazos que ha degenerado en una tristeza sutil y larvada que se nos ha ido alargando hacia dentro, buscando la soledad voluntaria y haciendo que hasta los supuestos indemnes estemos heridos, sin ser conscientes de ello. «Siento algo que me envuelve, como una seda enervante, que me separa de los demás». Así de bonito describió Françoise Sagan la tristeza. Ese sentimiento que tanta pereza provoca en quien no lo padece y tan estigmatizado que quien lo sufre, lo calla, provocando que en los más castigados pueda cruzar la depresión, rumbo a un suicidio silencioso y silenciado. Otro asunto del que los dirigentes no quieren enterarse o, en el peor de los casos, ser motivo de mofa, como ha ocurrido con un personaje de cuyo nombre no tengo intención de acordarme, cuando por primera vez se expuso en el Congreso la necesidad de prestar atención y medios a la salud mental de los ciudadanos, porque la fatiga emocional que arrastramos está causando diez suicidios diarios en España.

Abandono la salita de la tía Reme con un último vistazo a esas dos estampas en sepia. La Pobreza ovillada en el suelo ocultando mil rostros y la Tristeza de una guitarra que me devuelve a aquel joven español que un día tocaba en un parque de Montreal y ahora descansa en el fondo de las canciones de Leonard Cohen, en los seis acordes que le enseñó en tres días. El cuarto día no apareció. Se había suicidado.
Lo más leído