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Estar en contra de todo

10/12/2018
 Actualizado a 09/09/2019
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El cuadragésimo aniversario de la Constitución, que acaba de celebrarse el pasado día 6, ha vuelto a poner sobre la mesa la cuestión de los acuerdos, los consensos y las discrepancias. Yo recuerdo bien aquellos días, tenía apenas dieciséis años, y sé que una inmensa mayoría los vivió como una especie de inauguración de un nuevo tiempo, que es lo que en realidad era. Incluso los que conocimos poco el franquismo, en aquella adolescencia aún sumida en la pobreza nos reconocimos de pronto como seres nuevos, vimos la alegría de la casa, la necesidad urgente de pasar página, de cerrar el muro de tiniebla, aunque sabíamos que no desaparecería de inmediato la fragilidad, ni la escasez doméstica. Nadie puede dudar que no conocimos a fondo cómo se fraguaron los acuerdos (ni siquiera hoy se conoce del todo), a buen seguro a través de negociaciones difíciles y de encuentros pocos años antes impensables, pero lo cierto es que esos consensos se dieron, y nos otorgaron un tiempo de libertad que llega hasta hoy. No está España sobrada de periódicos históricos en los que no haya soplado el viento de la incertidumbre.

Pienso en estas cosas, ahora que asistimos al aniversario de nuestro texto fundamental, cuarentón y resistente, porque la vieja capacidad para llegar a acuerdos entre gentes muy dispares parece que se ha evaporado, o se considera una debilidad, una muestra de fragilidad a la que algunos políticos no quieren exponerse. Se diría que ya no se hace política para acordar, sino sólo para discrepar. Se diría que un muñidor de consensos es considerado un blando, un inocente, un posibilista, un utópico, con lo bien que se vive, al parecer, a la contra, en la insatisfacción y la perpetua hostilidad hacia todo lo que se mueve. Naturalmente, no decimos que no existan motivos para discrepar. Los hay, y muchos, y son también la esencia del juego democrático. Lo grave es que sólo la discrepancia, la siembra sistemática de la frustración, sea lo único que algunos proponen, quizás con el temor de conceder al rival (político, se entiende) alguna ventaja, si accede a considerar algunas de sus ideas. Creo que esta es la situación en la que nos encontramos. No es descartable, claro, que el texto legal por antonomasia haya sufrido desgastes con el paso del tiempo, y es muy probable que necesite reformas, derivadas, claro está, de la evolución de los contextos históricos, de los cambios sociales y del nuevo escenario al que nos enfrentamos en el nuevo siglo. No soy yo partidario de inmovilismos, sino que creo en el poder transformador, en la necesaria evolución, en los ajustes a los que el tiempo nos aboca. No pasa nada: el secreto del éxito, como en la vida misma, como en la biología, está en la adaptación, en transformarse para sobrevivir. Pero, a pesar de los avances y de las mejoras educativas, uno tiene la sensación de que hemos profundizado mucho más en la discrepancia que en el acuerdo, más en la venganza que en la compasión, más en el egoísmo que en la generosidad, más en la imposición que en el diálogo.

De todo esto hay ejemplos suficientes en los pocos años que llevamos de siglo. Y síntomas aún peores de lo que puede venir. La pasada semana hablábamos aquí del advenimiento de los ‘tiempos del odio’, que Rosa Montero consideraba ya cosa del presente, no del futuro inmediato. Lo que parece haber es una polarización que propende al extremismo, de tal forma que se ve más virtud en la discrepancia radical que en la concesión y el acuerdo, un síntoma, ya digo, de debilidad para algunos. Es decir, que hay un endurecimiento de los discursos, de las actitudes, también de las ideas, lo que lleva a convertir la moderación en un vacío insulso y poco productivo, frente a la estética de la confrontación, que está ahora mismo de moda, y que parece contar con apoyos muy dispares, cuando no sorprendentes.

El endurecimiento y el autoritarismo tienen que ver con el lenguaje, y el lenguaje bebe de fuentes mediáticas, de las redes sociales y de la ingeniería de los gurús de la política extrema, que se expanden por el mundo (sin demasiados disimulos, por cierto). Conseguir arrastrar a las sociedades a lo que podemos llamar, en efecto, Estética de la confrontación, no depende sólo del discurso de los líderes, sino también del caldo de cultivo mediático, de la sopa mediática, con la que nos pretenden alimentar desde muchos lugares. Ni siquiera la política más moderada (aquella que aún funcionaba con elementos más tradicionales) puede sustraerse a esta furia emocional, que es el verdadero ingrediente de la nueva propaganda. En un contexto fuertemente tecnológico, con millones de usuarios de redes sociales y con horas de dedicación por parte de la ciudadanía a la televisión y a otras pantallas, es comprensible que la técnica política que potencia la sensación colectiva de insatisfacción, desacuerdo y confrontación se base en ese mismo lenguaje, imite y haga circular ese flujo verbal de descrédito y hostilidad.

El éxito de este lenguaje, que pretende crear a toda costa una realidad nacida de la visión hostil del mundo, parecía algo propio de las periferias de la política, pero se ha ido instalando progresivamente, hasta alcanzar centros de poder, a través de los indudables errores o debilidades del poder tradicional, del empobrecimiento y la frustración de las clases medias, a causa de la crisis de hace ya una década, y del enorme efecto ‘bola de nieve’, tanto orquestado como espontáneo, que consiste en diseminar, con las capacidades que ofrece hoy la tecnología, realidades falsas o aumentadas, construcciones virales de opinión, provocadoramente articuladas, verdades impostadas y estadísticas que siempre hablan por boca de una supuesta mayoría. Pero lo que subyace siempre es la cólera, el ruido, la furia, la necesidad de romper estructuras culturales complejas para basarse en una identidad simple, más manejable, más fácil de manipular.

Se ha querido equiparar la intelectualidad con el mal. El pensamiento simple se presenta como un regreso a la verdad prístina, que para el brutalismo es lo maniqueo, nunca lo complejo. Lo grave de todo este asunto reside en el efecto arrastre que sufre la moderación política, que pierde comba en el territorio del gran debate virtual. La polarización vacía el territorio común de los acuerdos, porque acordar ya no está de moda: todos se ven obligados a viajar al territorio de la discrepancia, cuanto más virulenta y explícita mejor, para demostrar que son más fuertes, más discrepantes, y más seguros. Es un efecto pernicioso que tiene todas las características de la antipolítica. Si la política es la búsqueda de encuentros, si consiste en favorecer la convivencia para todos, se podría decir que ahora se ha instaurado una estética que privilegia la imposición, el descrédito del contrario y la ruptura. No sé si hoy tenemos más motivos para la discrepancia de los que tenían las fuerzas que lograron hace cuarenta años firmar una Constitución, pero, si es así, realmente resulta preocupante.

Tengo la sensación de que cada vez hay más distancia entre los ciudadanos y los políticos que los representan. Hay también niebla y confusión. Tal vez sea un sarpullido que hemos de pasar. La incomodidad de la gente puede ser entendible, pero creo que ahora, como sucede en las manifestaciones de los ‘chalecos amarillos’ en París, existe una mezcla de incomodidades: algunas más reales que otras. Macron, que se hizo con un aprecio colectivo por su defensa de Europa y su victoria sobre los excluyentes, no ha sabido quizás administrar su rédito político, construyendo una imagen presidencialista fría, incluso distante, en la que el líder pretende tener la verdad absoluta sobre lo que la masa quiere. Esto ya no es posible. Porque hay múltiples sensibilidades y no existen las verdades absolutas. Puede que Macron sea víctima también del acoso general que sufre Europa, por eso conviene evitar los discursos unidireccionales y los tics autoritarios y coercitivos sobre la población. La estrategia de «estar contra todo» va a ser aprovechada por los que salen ganando con los disensos y los desacuerdos, pero los ciudadanos deben entender, como los políticos razonables, que es necesario construir, acordar, ahora y siempre, y no promover un mundo en el que todo se hace contra alguien, fomentando la imposición, la dureza, el ansia punitiva y la confrontación a toda costa.
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