02/07/2017
 Actualizado a 19/09/2019
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Desde que Zygmunt Bauman acuñó la expresión «modernidad líquida», y sobre todo desde que empezó a ser conocido en España cuando se le galardonó con el Premio Príncipe de Asturias, el adjetivo ‘líquido’ se ha convertido en un clásico de las tertulias políticas y de las columnas de opinión.

El sociólogo polaco definió nuestra era como modernidad líquida por contraposición a la posmodernidad. Para él no somos posmodernos, porque aún no hemos abandonado la modernidad, sino que nos encontramos en una etapa de modernidad tardía y caótica. El hombre del siglo XXI es el mismo que el del siglo XX en cuanto a su afán por oponerse a las estructuras y a los sistemas estéticos y de pensamiento tradicionales, pero en lugar de hacerlo acogiéndose a ideologías, grupos sociales y sistemas de creencias sólidos, «se reinventa y se moldea máscaras de supervivencia para integrarse en una sociedad global». El hombre líquido que define Bauman es un turista de la vida, que cambia de valores, de ideas políticas, de cónyuge o de orientación sexual, «excluyéndose de las redes sociales de contención».

En castellano, el hombre actual es un ser sin identidad propia, esencialmente maleable, cuyo norte es permanecer atento a los cambios para adaptarse a tiempo y aprovechar sus oportunidades, aunque no sepa muy bien de qué. El hombre líquido es el tío de Cuenca (o de que Argel) que cuelga la bandera separatista catalana en el balcón a los dos años de vivir en Barcelona, es el Rajoy que se jacta de su astucia al poner en marcha políticas radicalmente opuestas a las de su programa electoral, es el futbolista que se lucra de la selección española y va de catalanista fanfarrón ante la prensa, es el Pedro Sánchez que se hace ver en un mitin ante una bandera de España de 14 metros y luego propone cosas como la plurinacionalidad, la nacionalidad cultural y otras sandeces que no sabe definir. Ni falta que hace, son ideas líquidas.

Sin embargo, otra de las características de nuestra era es la apariencia de que sólo tiene existencia real lo que aparece en los medios y en las redes sociales, y no es así. La mayoría de mis amigos no son líquidos, sino de carne y hueso, tienen ideas propias, creencias y valores. Casi nunca se encuentran entre las mayorías sociales, sus gustos y aficiones se apartan con frecuencia de las modas, y los candidatos a los que votan no suelen ganar elecciones. Pero existen, disfrutan de su estado sólido y tienen claro que el destino de los líquidos es desaparecer por el sumidero.
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