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España entre dos aguas

31/03/2019
 Actualizado a 15/09/2019
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Parece como si convivir políticamente en España fuese un problema inmanente e irresoluble que, sumado al debate sempiterno sobre su identidad y vertebración territorial, nos condenase periódicamente a los españoles a enfrentamiento cainita. El exponente fratricida más reciente nos lo dio la opuesta militancia de los hermanos Machado en nuestra última contienda civil: Manuel en el bando nacional y Antonio en el republicano. Anteriormente el ojo crítico de Mariano José de Larra ya había dicho: «Aquí yace media España, murió de la otra media». Y Pío Baroja apostillaría más tarde: «El territorio nacional se divide en dos campos enemigos irreconciliables». Lejos estamos de haber superado el problema.

Tras la Guerra Civil, el problema de España está presente en dos libros de 1949 que representan una bifurcación en la intelectualidad falangista de posguerra, a saber: ‘El problema de España’ de Pedro Laín Entralgo, y ‘España sin problema’ de Rafael Calvo Serer. El primero mostraba su desengaño de cierta parte de los doctos del bando nacional, como el citado Laín, Dionisio Ridruejo, Antonio Tovar y Gonzalo Torrente Ballester; y el segundo, exhibiendo la aceptación joseantoniana sin complejos de España como «unidad de destino en lo universal» y el nostálgico y ultracatólico «por el imperio hacia Dios».

La polémica intelectual acerca del problema de España lo representan, como es sabido, progresistas y tradicionalistas. Progresismo y tradicionalismo son las dos aguas torrenciales que invaden nuestro siglo XIX y parte del XX. Ambas tendencias se caracterizan, entre otros aspectos, por la utopía. La utopía progresista era la esperanza en un Reino de Dios secularizado, laico, estrictamente histórico. El progresista revierte en inmediatez todo lo que hasta entonces había sido trascendencia y eternidad. La utopía del tradicionalista español era, por el otro extremo, la esperanza de un Reino de Dios histórica y políticamente realizado, alentada en el sueño de un ‘Imperium Catholicum’ que se remonta a los tiempos ‘gloriosos’ e ‘imperiales’ de Carlos V y Felipe II; el de «una España grande y libre» de más reciente ortodoxia, como carril obligado a base de hostia limpia para quien, permítaseme la ironía, no comulgase con el orden establecido.

Mientras la España del siglo XVI representa una unidad férrea e indisoluble, y el adversario lo constituía lo «no español» y lo «no católico», los agonistas del XIX y buena parte del XX viven su acción trágica en dos grupos irreductibles; el «liberal e innovador republicano» y el «conservador reaccionario nacional». O si se quiere con los términos ‘las izquierdas’ y ‘las derechas’. Pero esa dicotomía cobra hoy una nueva dimensión. Por una parte, está la de los políticos ineptos que berrean, pelean y se insultan con el «yo mejor que tú», esgrimiendo títulos de pacotilla; por la otra, la de los ciudadanos con talento que cumplen silenciosamente con su deber en el andamio de todos los días. Son los epígonos de quienes, abandonando sus diferencias políticas, supieron resolver ejemplarmente una difícil transición, el paso del Rubicón que va de la dictadura a la democracia, superando el inveterado corrimiento español de que a todo ‘cambio’ sucede una ‘reacción’. Y como resultado surgió una España de enormes avances en todos los campos, pero a lo que parece le falta batería de larga duración. ¿Servirá hoy como lección todo lo sucedido en su historia, o volveremos a comportarnos peor que los asnos, que, pese a burros, nunca tropiezan dos veces en la misma piedra?
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