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España ante el Holocausto

José Luis Gavilanes Laso
26/01/2016
 Actualizado a 18/09/2019
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El 1 de noviembre de 2005 la Asamblea General de las Naciones Unidas, en la Resolución 607, decidió designar el 27 de enero –aniversario de la liberación de los campos de exterminio nazis– como Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto. La resolución tiene como objeto condenar sin reservas todas las manifestaciones de intolerancia, acoso o violencia contra personas o comunidades basadas en el origen étnico o las creencias religiosas dondequiera que tengan lugar.

Hay opiniones contrapuestas acerca del papel que jugó España en la campaña antisemita de los nazis durante la II Guerra Mundial. ¿La política del régimen franquista fue constante en favor o en contra respecto a los judíos o varió con el transcurso de los acontecimientos bélicos? En términos generales, esa política estuvo condicionada por la coyuntura internacional. Así, se pasó del antisemitismo de los primeros años tras la Guerra Civil a un debilitamiento del discurso antisemita al cabo de la victoria de los aliados en la II Guerra Mundial y, sobre todo, cuando a partir de 1950 el franquismo fue reconocido por las potencias occidentales a causa de la guerra fría.

Salvo algunos exaltados de tendencia fascista o pronazi, en España no existía por la década de los cuarenta del pasado siglo ese rabioso odio a lo judío de los nazis alemanes. El ‘trabajo’ de limpieza hebraica ya había sido hecho en España cuatro siglos antes. La ausencia de judíos en España, excepto unos pocos miles de moradores en el Protectorado de Marruecos, llevaba emparejada la ausencia de antisemitismo. Y el ‘antisemitismo sin judíos’ surgido durante la Guerra Civil tuvo una función esencialmente ideológica: identificar el bando republicano con los judíos. El mito del complot judeomasónico ya había servido a las derechas contrarias a la República para explicar la caída de la monarquía en 1931 y del mundo tradicional católico que se fue con ella. Este mito servía, además, para justificar moralmente el alzamiento de 1936, al que siguió una cruenta represión limpia de toda culpa al convertir la contienda bélica en una ‘cruzada’ contra los enemigos de Dios. Sin olvidar que respecto a los judíos existían y persisten viejos estereotipos que no se han borrado del ‘imaginario popular’. En todas las lenguas peninsulares, incluido el vasco, las palabras: judío, judiada o ladino tienen aún hoy un sentido peyorativo. Ese sentido está presente no sólo en las expresiones sino en innumerables refranes, canciones y leyendas. Asimismo aparece en numerosos festejos locales, especialmente en Semana Santa, como en la costumbre leonesa por esas fechas de ‘matar judíos consistente en consumir una especie de sangría.

Probablemente la mala conciencia generada en el subconsciente español por la expulsión de los judíos sefarditas (descendientes de los judíos expulsados de España en 1492 por los Reyes Católicos que conservaban sus tradiciones, su cultura y hablaban una lengua muy similar al castellano antiguo) inspiró normas legales prosemitas, como las acordadas en 1924, durante la dictadura de Primo de Rivera, que reconocía el derecho a la nacionalización española de los judíos sefarditas esparcidos principalmente por Grecia, Turquía y Marruecos. El Propio Franco fue ‘filosefardí’ en sus años de la guerra de Marruecos. Resaltaba las virtudes de los sefardíes con los que trabó amistad, incluso alguno de ellos le ayudó activamente en el golpe de julio del 36. Para él los principales enemigos eran los masones y los comunistas. Lo que no obsta para que sus primeras manifestaciones antisemitas se produjeran tras la victoria en la guerra civil en sucesivos discursos. Sin embargo los escritos más antisemitas de Franco son los artículos escritos en el diario Arriba bajo el seudónimo de Jakin Boor. En ellos vincula a los judíos con la masonería y los califica de ‘fanáticos deicidas’ y ‘ejército de especuladores acostumbrados a quebrantar o bordear la ley’. Cuando las tropas franquistas entraron en Barcelona, la sinagoga fue saqueada y cerrada, lo mismo que las de Madrid y Sevilla. Las comunidades fueron disueltas y los ritos religiosos judíos quedaron por completo prohibidos.

La correspondencia entre diplomáticos españoles y alemanes exhumada no ha mucho de los archivos británicos demuestra que en la España de Franco no sólo se conocía lo que estaba pasando con los judíos y otras etnias en la Europa nazi sino que se justificaba y aplaudía. Así fue, al menos, hasta 1944, cuando las presiones internacionales y el convencimiento de que Hitler iba a ser derrotado empujaron al gobierno español a realizar gestiones para salvar a pequeños grupos de judíos. En 1940 se calcula que había entre 10 y 11 millones de judíos en Europa, de ellos aproximadamente unos 4.000 tenían la nacionalidad española. Había otros 175.000 de origen sefardí. La ayuda franquista se limitó exclusivamente a quienes tenían la nacionalidad española. Del intento de miles de judíos de huir a España tras la ocupación alemana de Francia, el régimen franquista autorizó el paso rumbo a otros países de acogida, normalmente a Portugal, entre 20.000 y 35.000. Sin embargo a partir del otoño de 1940 aumentaron las trabas para conceder visados de tránsito. No hubo, pues, acogida de refugiados, sino transeúntes, solo posibles gracias a la disposición portuguesa de facilitarles el acceso a su territorio. Los refugiados pasaron por España para, embarcados en Lisboa, recalar en otros países, principalmente en los Estados Unidos.

Un reducido número de diplomáticos españoles consiguió, pese a todo, salvar a miles de judíos desde sus respectivos consulados o embajadas. Todos ellos actuaron por iniciativa propia y con riesgo de sus vidas, frente al silencio e incluso, a veces, la oposición de sus superiores. Fue el caso de Eduardo Propper de Callejón, en Burdeos; o los casos de Miguel Ángel de Murguiro y Ángel Sanz Briz, en Budapest; José Rojas y Julio Palencia, en Sofía; Rolland de Miota y Alfonso Fiscovich, en París; José Ruiz Santaella, en Berlín; y Sebastián Romero Radigales en Atenas.

¿Hubo judíos salvados por españoles, incluso por Franco? En efecto, los hubo. Sin duda guardan un lógico agradecimiento hacia el Caudillo. Es un número difícil de calcular, pero en todo caso ínfimo en relación a la magnitud de la catástrofe. Franco no se opuso a que se salvaran los judíos llegados a España, siempre que pasasen por ella fugazmente como ‘la luz por el cristal’. No era de los más antisemitas del régimen, como sus compañeros de armas Mola, Queipo de Llano o Carrero Blanco, pero consideró aún vigente el edicto de 1492. España era exclusivamente católica y debía seguir siéndolo. Según documentación que obra en archivos británicos, los nazis se esforzaron a su perversa manera para que España, como aliada que era, se hiciera cargo de ‘sus’ judíos. No lo lograron, pues el Gobierno de Franco incumplió los plazos, los aplazamientos, las negociaciones y los acuerdos con los alemanes y, en consecuencia, los nazis aplicaron sobre los judíos que podrían haberse salvado en España sus leyes y sus medidas de exterminio. Es obvio que el verdugo fue el nazi, pero también es evidente que Franco puso las víctimas en sus manos pudiendo haberlo evitado. En suma, las autoridades franquistas sólo salvaron alrededor de un cuarto de los 4.000 judíos considerados españoles por los alemanes.

Los historiadores y periodistas que defienden el papel jugado por Franco en el Holocausto esgrimen el tan manido argumento de la ‘realpolitik’, esto es, el régimen franquista hizo lo que pudo en aquellas difíciles circunstancias. El dictador español sí hizo un gran ejercicio de ‘realpolitik’ cuando escondió las esvásticas y tendió la mano a las ‘democracias judeomasónicas’, en 1945, tras la victoria de los aliados. En 1949, en un momento en que el régimen padecía el aislamiento internacional, la propaganda franquista inventó el mito ‘Franco salvador de los judíos’, especialmente de los sefarditas. Toda esta propaganda permitió acusar al recién creado Estado de Israel de ingratitud, ya que acababa de rechazar el establecimiento de relaciones diplomáticas con España y había votado en la ONU en contra del levantamiento de las sanciones contra el régimen.

Para los israelitas el ‘generalísimo’ continuó siendo entusiasta admirador y aliado de Hitler, el mayor genocida que vieron los siglos y máximo responsable del Holocausto.
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