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Ese sol de la infancia

02/08/2015
 Actualizado a 10/09/2019
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Las conversaciones no avivan la memoria tanto como los objetos. Llega agosto, regresas al territorio fundacional, al territorio rilkeano de la infancia. Vengo del mar a la tierra roja, al campo duro que me construyó. Pero las conversaciones no traen el lenguaje de aquellos días remotos. La gente habla de lo inmediato: «ayer hicimos…» Y el resto se parece a un paisaje incómodo al que cuesta volver. Como mucho escuchas un «¿te acuerdas de aquel verano…?». Pero pronto te das cuenta de que es un recuerdo borroso, velado, irreparable. No hay manera de juntar los fragmentos de aquella tarde de estío, salvo por la evocación de una imagen, o por el tacto de un objeto. Con suerte, algo provocará una chispa que nos coloque allí, justamente, hace más de cuarenta años, sudorosos junto a la eternidad del río. Pero si esa chispa no llega, será la típica conversación de todos los agostos. Merodeando por los jardines de la memoria, aunque sin convicción. Sabemos que el viejo escenario sigue ahí: el soto junto al río es, sin duda, el territorio de la tribu. Puedo ver una portería de fútbol desequilibrada, que quizás hoy ya no está. Puedo sentir el tacto de las piedras, que brillan con un verde de otro planeta bajo la fina capa de agua, muy fría, trayendo el recuerdo de lo que fue, precisamente, el valle de Vegamián. En la ribera baja, jugábamos al fútbol entre potrancas, hasta hartarnos, hasta caer desfallecidos. Nos perseguían los perros. Pero ahora, mientras contemplo a algunos de los que vivimos la libertad del Porma, como si fuera el Mississippi de Mark Twain, descubro que no puedo recomponer las imágenes, el espejo roto de la infancia. La gente pide tinto de verano aquí al lado, alguno gin-tonic de marca al caer la tarde. Y, definitivamente, estamos más gordos. ¿Hicimos todo aquello? ¿Fue verdad aquel canto de libertad? ¿Gozábamos tanto hasta agotar el día, hasta astillar el horizonte y verlo sangrar? Las conversaciones no logran atrapar el pasado, no construyen el recuerdo. Pero, de pronto, encuentro algo en el sótano de la casa, ya desolada: las viejas botas de fútbol, casi irreconocibles, que no sé bien cómo mis padres me compraron. Y basta tocarlas para que funcionen como la lámpara de Aladino. Todo se hace presente en la penumbra de la casa, porque la memoria duerme encapsulada en los objetos. Un día nadie quedará para contar aquellas tardes inflamadas de agosto, aquella incandescencia del corazón. Ni siquiera yo mismo. Pero confío en que alguien frote estas botas otra vez, mis hijos quizás, y de pronto aparezcan ante ellos esos días azules y ese sol de la infancia.
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