23/04/2021
 Actualizado a 23/04/2021
Guardar
Dice la leyenda que cuando un narrador africano terminaba de contar una historia, ponía su mano en el suelo y decía: aquí dejo mi historia para que otro la lleve. Así, sin dejar huellas de tinta, escribían libros orales, cuyas narraciones consiguieron conservar encadenando cada final con un principio, desde otra boca. Algo similar cuenta la escritora Irene Vallejo, hablando de su investigación sobre los salvadores de los libros, a lo largo de los siglos. Entre otras curiosidades, llama la atención su sospecha del gran papel de las mujeres, sencillas hilanderas, bordadoras y tejedoras, como primeras narradoras orales y su posible influencia en la creación de los primeros textos.

Para los nacidos en algunas comarcas leonesas, es fácil situarse y entenderla, recordando a mujeres lavando lana y cardando vellones para, llegada la hora de la calma, hilar cuentos y devanar ovillos en largas noches de cocina y lumbre, de husos, ruecas y charla, sin sospechar que esas apacibles veladas las convertirían en transmisoras de cultura. Tradiciones tan lejanas que ya no podemos ver a esas mujeres urdiendo la trama del mundo, pero con la suerte de que aún existan telares en uso en algunos pueblos y podamos asistir al nacimiento de un paño, mientras los hilos de urdimbre y de trama se entrelazan, de la misma forma que un escritor urde la trama de su obra con hechos y personajes entrelazándose sobre esa idea troncal que le ronda la cabeza, generando una historia.

Analizando esa sospecha sobre la influencia de los trabajos textiles en la creación de los primeros escritos, sorprende hasta qué punto coincide el argot de estos oficios, pudiendo casi describir la ejecución de un bordado y un texto, con los mismos términos. Imaginemos la escena: dos manos de bordadora buscando la luz del ventanal y a su lado, otras manos con un folio en blanco, sobre una mesa. Todas sumidas en lo mismo. Unas, seleccionan hilos y colores y pespuntean las figuras que nacerán en la tela. Otras, seleccionan el tono y las palabras e hilvanan ideas sobre la hoja en blanco. Mientras unas devanan la madeja, otras tiran del hilo de la historia. Y al unísono, empiezan su obra, puntada a puntada, palabra a palabra, buscando la armonía del conjunto, pendientes de que el nudo tenga la tensión necesaria, pero sin que se rompa el hilo hasta el final de la obra, con los cabos sueltos a un lado, usados sólo cuando los reclame el trabajo.

Con esta comparación, ves con otros ojos y valoras la labor de aquellas mujeres sabias que escucharon, aprendieron y trasmitieron costumbres y tradiciones, como libros anónimos de lomos cansados, conteniendo sabidurías ancestrales sin ser conscientes de ello. Que tejían calor, cosían heridas o bordaban sueños mientras escribían con palabras la receta del mazapán, el rezo para invocar o ahuyentar lluvias, la historia del cartero que sin saber leer jamás confundió una carta, el secreto del membrillo en los armarios, la nana de los miedos o el truco para saber la hora exacta si la sombra estaba acostada sobre las petunias o encaramada en lo alto de la tapia. Historias escritas en el aire que, en vez de dejarlas en el suelo, como los africanos, anidaban entre lana y bordados.

Eran cuentos de frío y lumbre con nombre propio: Filandón. Ese vocablo tan leonés que la RAE define como: Reunión vecinal, invernal y nocturna, en la que las mujeres hilaban y los hombres hacían trabajos manuales, mientras se contaban historias. Pero bien sabemos los leoneses que no es necesaria la nocturnidad para que los cuentos nazcan, que las tardes invernales también son muy largas y hay que arroparlas con leyendas, orujo y castañas. Para eso tenemos los Calechos, «en los que las historias pasan de boca a boca, como los besos, a esa hora suave en que el sol se va recogiendo», como la que escribe se permitió decir en el prólogo de la II Antología de Calechos de Babia y Luna, comarcas que están haciendo un trabajo impagable por conservar nuestras tradiciones y patrimonio cultural. Tanto como el que hicieron cinco grandes de las letras, con tierra de León en los zapatos, como Luis Mateo Díez, Antonio Pereira, Julio Llamazares, José María Merino y Juan Pedro Aparicio (casi nada, la cosa) inmortalizando en la película ‘El Filandón’ esa tradición leonesa, declarada Bien de Interés Cultural, por las Cortes de Castilla y León.

Hoy que tanto se hablará de libros, me apetecía dejar constancia de esos tan nuestros, los orales, tirando del hilo de aquellas mujeres que, entre susurros de lana, transmitían cultura desde su bendita ignorancia y acabar celebrando que nuestra tradición oral esté más viva que nunca porque, a falta de lumbre, ruecas y lana, los locales y plazas leoneses son testigos de nuestra afición por compartir lecturas. No importa la hora, que lo mismo sirve la tarde, para desgranar historias en Cuento Cuentos Contigo, que llueven poemas a la luz de la luna, en nuestro Ágora.

Feliz día del libro. Especialmente a los poetas del aire y escribanos de palabras.
Lo más leído