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Escombros del corazón

27/02/2023
 Actualizado a 27/02/2023
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Mientras se cumplía el primer año de la guerra en Ucrania, que se dice pronto, asistimos a la destrucción de la literatura de Roald Dahl. En algún momento tendremos que ocuparnos de estas cosas. Cómo lo dogmático, y el afán de censura, puede abrirse camino también en las democracias que por supuesto defendemos. La libertad tiene estas cosas: a veces la barbarie se infiltra en su tejido. Por cosas así se pierde el futuro. Y el presente. Por algo tan estúpido, tan pueril. Pero ya tenemos experiencia en reescribir el pasado en nombre de todo lo contemporáneo, creyendo que la historia ha empezado ayer. Y creyendo que sólo lo actual merece ser tenido en consideración. La fiebre de moralina censora, o, si lo prefieren, de corrección política, no dice nada bueno de nosotros. Habla, fundamentalmente, de una sociedad confundida.

Pero muchos verán la censura (la reescritura, ¡esa palabra!) de los textos de Roald Dahl como un mal menor. Es grave, porque la cultura es la que mueve el mundo. Vilas me decía el otro día que sólo existe ya lo espiritual en el arte, en la literatura. «Sólo hablamos de obviedades». Lo verdaderamente importante se pierde, el pensamiento mágico, en palabras de Didion, se diluye. El mundo es duro, se ata a leyes doradas, quiere limpiarse de todo mal. Y para ello destruye al creador, que osó salirse de la moral intrépida. Poner las manos en los textos clásicos en una prueba de ignorancia sin límites. Y una aceptación de nuestra derrota. No debería permitirse.

Pero, en efecto, pasan cosas peores. La editorial inglesa Puffin, al parecer a cargo de la edición corregida (censurada) de Dahl, ha optado por ofrecer también ejemplares de la (supongo que execrable) edición original de la obra. Gracias por tanta bondad, queridos. Gracias por permitir al escritor, muerto por más señas, defender lo que escribió, a pesar de decir ‘gorda’ y ‘fea’, habrase visto, o por citar a Kipling o a Joseph Conrad, esos tipos. Gracias por dar una pequeña oportunidad al texto verdadero, aunque, eso sí, el fetén será el nuevo, el renovado, el limpio de polvo y paja. Faltaría más. Así funciona esta nueva edad de los abrillantadores literarios.

Los escombros de la literatura de Dahl no caerán con tanta contundencia sobre nosotros. Podemos salvarnos de esa y de otras estupideces en marcha. Pero las democracias que defendemos deben luchar por la libertad. Qué decir en un tiempo de escombros generalizados. No sólo los que la naturaleza ha traído a la frontera entre Turquía y Siria, no sólo las muertes injustas (como todas las muertes) de los débiles, de los pobres, de los desplazados, de los que han sufrido en sus carnes otras destrucciones y vienen ahora a ser rematados por la fiera mano de un terremoto. ¡Qué decir! Es verdad que el terremoto de Lisboa de 1755 abrió algunos ojos, enseñó algunas cosas, como decía ayer Rosa Montero. Aprendimos que no estamos libres del desastre. Aprendimos que las cosas simplemente suceden, no como castigo, sino por las leyes de la física, aunque ya hay quien quiere cuestionar hasta la Ley de la gravedad. Los escombros de la ignorancia caen cada día sobre nosotros.

Todo esto pasa cuando se cumple un año de la guerra en Ucrania. Los grandes analistas creen que está en marcha una batalla por acabar con las democracias tal y como las conocemos. Hay factores que contribuyen al desánimo de la gente (los nuevos dogmatismos, sin duda), y no faltan los que minan las democracias desde dentro. Junto a los problemas económicos y energéticos, ha sido fácil extender esa sensación de fragilidad. Provocar una desafección por los liderazgos más aseados. Esta es una edad de extremos y de posturas maniqueas, que ven en la polarización un beneficio. La memoria de las grandes barbaries que asolaron Europa también parece frágil. Y, sin duda, ayuda esa sensación de que el presente quiere reescribirlo todo, a veces estúpidamente, mediante acciones penosas como la censura de Dahl.

Pero la realidad es que llevamos un año de guerra a las mismas puertas de Europa. El mundo parece dirigirse a un equilibrio nuevo, poco favorable a la concordia, en el que se dibujan dos maneras radicalmente diferentes de vivir. Durante doce meses Europa (con Estados Unidos) ha contenido el crecimiento de lo que considera una peligrosa infección, un tumor que puede producir metástasis si no se detiene a tiempo. Borrell ‘dixit’: si Ucrania cae derrotada, entonces Europa estará en peligro. Al tiempo que los datos viajan a gran velocidad por el planeta, mientras la Inteligencia Artificial parece próxima a dominar nuestro mundo, cuando nos preparamos para colonizar Marte, un montón de escombros (y de muertos) se acumula a las puertas de la pulcra Europa que soñaba con dirigir el futuro. ¿Qué va a suceder a continuación? ¿Cómo afrontar un segundo año de guerra?

Alargar el conflicto es la peor opción, incluso para Rusia. China, que dice abogar por un acuerdo inmediato, se prepara para convertirse en la potencia de más éxito en la zona, pues es evidente que el desgaste bélico lleva a Putin a depender de Pekín inexorablemente, incluso a corto plazo. Europa se ve obligada a mantener el conflicto a raya, no sólo porque considera justo el apoyo al invadido, sino porque ha de actuar como dique de contención. Y Biden, también envuelto en su propia lucha con los Republicanos, llegó a Kiev para dejar muy claro que estaba ahí. Poco después Putin presentó su visión de la historia y tensó de nuevo la cuerda con el abandono momentáneo del New Start, es decir, de los tratados de control nuclear. La amenaza de la bomba pivota constantemente sobre la realidad occidental. Es una manera muy poco civilizada de acometer el futuro. Es un síntoma de grave tensión.

Los discursos consecutivos de Biden en Kiev (y Polonia) y de Putin ante la Asamblea Federal dibujan con nitidez la confrontación global (llámenlo si quieren nueva Guerra fría), algo que subyace al conflicto en Ucrania, pero que se prolonga hacia otras esferas. La figura de Zelenski, verdeoliva, de gira en busca de apoyos militares, tiene mucho de épica comprensible, pero en realidad el grave problema doméstico se inscribe en una esfera global que no deja de crecer. El desaliento que a veces nos producen algunas ideas nefastas de nuestras democracias (como reescribir a los clásicos), no es nada comparado con todos los escombros que estamos acumulando en el corazón. Hay una sensación creciente de que el verdadero objetivo es derribar el edificio principal, aprovechando el oleaje actual y esas inconsistencias que a veces alimentamos: el edificio de la democracia.
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