31/05/2015
 Actualizado a 18/09/2019
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Siempre hice todo lo posible para que en mi entorno no existiese desigualdad de ningún tipo. Soy el primero en recoger y fregar los platos o en hacer la cama, pese a lo cual mi mujer no duda en afirmar que no sirvo ni para abrir los canales de la televisión, ni tan siquiera para enhebrar una aguja (frase hecha que, sin embargo, me duele sabiendo como sabe de mi progresivo declive sex… visual). Yo me atribuyo otros valores, de los que procuro sacar provecho para acercarme lo más posible a la equidad. Por ejemplo, como quedó dicho, el de colaborar en tareas del hogar. Barrer la cocina después de la comida lo hago casi con la misma naturalidad con que me obligo a arrancar el coche para atravesar la Ruta de la Plata hasta llegar a León y volver a Badajoz cargado de chorizo y cecina o de productos de la huerta que me regalan mi hermana y mi madre. Ciertamente es ella, mi mujer, la que intenta deshacer la igualdad al proponerme, por ejemplo, taladrar la pared del salón para colocar unas cortinas. Sabe que en ese empeño salí derrotado en alguna ocasión, pero así y todo me atrevo a consumar la perforación lateral, allí donde iría el primer soporte de la cortina. Llega ella y me dice, displicente, que necesitaría otra broca si pensaba taladrar el cemento. No es que dudase de su criterio, pero desplazarme hasta la tienda de Pepe, el ferretero, para pedirle la susodicha broca, cuando la caja que había comprado no hacía tanto en Leroy Merlin estaba llena, además de otros utensilios, de todo tipo de brocas que, es cierto, nunca conseguí identificar, me resultaba, cómo diría, improcedente; no, mejor abusivo, exorbitante. Así que provoqué, con mi indiferencia, su retirada y comencé a modificar la ubicación de los soportes. Busqué un punto más frágil: en el techo tal vez. Sucede que, obcecado como estaba con la incontestable fortaleza del cemento, me ensañé con la escayola, que ofreció sin más su delgadez a la broca de acero. Del empeño resultó, para mi estupefacción, un agujero desmesurado. Fue entonces cuando ella me preguntó que cómo iba la cosa y yo le dije que bien (de qué otra manera camuflar mis dudas), pero como me convencí de que, a la larga, la cosa parecía no tener aspecto meritorio ni soluciones que lo apaciguasen, busqué otro orificio lindante donde ubicar el encaje de la barra portadora del riel de la cortina.

Lo logré, en fin, a mi manera: el entramado quedó, como suele decirse, prendido de un hilo, o sea, con la esperanza de que nadie osase tocar las cuerdas que, en tiempo, posibilitaban el discurrir tranquilo de las cortinas, de manera que tan sólo un experto como yo se atreviese a abrirlas o cerrarlas manualmente procurando no descoyuntar el armazón donde estaban asentadas, acto tan delicado que, en lo que me era posible, procuraba evitar en los días que siguieron a la chapuza, alegando a la familia su necesaria cobertura ante la luminosidad de aquel sol con el que sólo la blanca fortaleza de las cortinas podía competir.

Mi mujer tiene su forma de entender la equidad de género a la que me refería. No sé si serás capaz –dice, señalando un material traído de otro centro comercial– de colocar estas tiras en la base de la puerta del sótano desgastada por la humedad; y muestra, en efecto, un par de tabletas blancas de madera de casi un metro. Para ello, según adivino al instante, habré de tumbarme en el suelo cuan largo soy para martillar las puntas en las tablillas. Lo intento en vano (la finísima punta se esconde entre mis dedos y cuando golpeo lo hago una vez en el índice y otra en el pulgar o, mucho peor, si acierto con la cabeza de la punta, la tableta se ha desviado de su posición inicial y cubre el espacio que no debía). Cuando, al fin, doy por hecho el trecho y verifico lo andado, la tableta raya las baldosas como consecuencia tal vez de una milimétrica imprevisión. Ofrezco a los ojos de Gloria, derrengado aún en el suelo, el engaño de la puerta abierta, pero ella, al momento, trata, maliciosa, de recuperar el espacio de cierre: la puerta gime, se enroca y se aspavienta. Creo que no voy a soportar su mirada pero ya, metidos en danza, admito su disposición machista de echarse palante: ha arrancado la tableta, ha medido los largos y los anchos, los pros y los contras, ha arrancado las puntas malheridas y regresa, sin ayudas, al centímetro, al milímetro, al aquí estoy para asumir el cargo. Se tumba en el suelo con soltura profesional. Al instante sus dedos finos sujetan (acarician, más bien) los contornos de las puntas que, con sólo un empuje del martillo, se incrustan con la facilidad que nunca me ofrecieron.

Demuestra su equidad de género arrastrándose como una anguila junto a la puerta y enviándome a la cocina a freír, no espárragos, sino tan sólo unos huevos fritos. Mientras se las apaña con la puerta, yo subo a preparar los huevos. Caliento el aceite, rompo los huevos de campo que me regaló Sergio, los atuso de aceite con la displicencia y seguridad con que lo hace mi madre; fritos ya, los deposito en el plato. La equidad me sugiere depositar el aceite en el cubilete de barro utilizado para el efecto pero, inexperto como soy para dicho encargo vierto, como si fuera sidra, el aceite en el cuenco, y con el salpicar de las primeras gotas en un dedo, me asusto y derramo el contenido hirviente en el dorso de la mano, acto que solicita teléfono, urgencia, angustia y ambulancia. Al anochecer me presento ante la equidad con la mano vendada; sonríe cuando me la señala. A mí se me va la vista, no sé por qué, hacia la cortina del salón.
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