14/07/2017
 Actualizado a 17/09/2019
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Me mandaron hace unos días una frase ñoña que me chifla: «Grande el que para brillar no necesita apagar la luz de otros». Y seguro que no les descubro nada si digo que la envidia es el gran pecado de la humanidad y que a algunos mediocres les molesta que otros sí hagan bien lo suyo, de ahí que no sólo no lo reconozcan sino que lo desprecien abiertamente.

Tenía un colega veterano que cuando empezábamos en esto del periodismo nos vendía que a escribir bien se aprende por envidia. Que si lees a los grandes maestros, te frustras tanto que empiezas a escribir bien cagando leches. ¿Se imaginan? Leer a Leila Guerriero, a Antonio Lucas, a Manuel Jabois y ponerte a juntar letras tan brillante y cojonudamente como ellos...

Pero no creo. Ni de coña. Leer mucho ayudará (sobre todo a no pegar patadas al diccionario, que cómo duelen), pero dudo que de tanto darle a los libros se te pegue algo de los autores, salvo que te dediques a plagiar, que tampoco es tan raro.

Quiero creer que mi colega nos vacilaba y decía aquello de la envidia para meternos el gusanillo de la lectura compulsiva. En todo caso, hablaba seguro de una envidia que es más bien admiración.

La otra envidia, la ojeriza rabiosa de frustrados o resentidos –en el trabajo o en la vida– quiéranla lejos. Es demasiado peligrosa, corroe. Si te envenena la alegría de otros, si no sabes lo que quieres hasta que se lo ves al de al lado, si eres capaz de lo más ruin para destruir a alguien mejor que tú, eres uno de ellos. ¿Y qué ganas?
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