Entre la angustia y la tristeza, la vida sigue

Marta Prieto comenta el libro de Julio Llamazares 'Primavera extremeña'

Marta Prieto
11/12/2020
 Actualizado a 11/12/2020
Julio Llamazares, autor de 'Primavera extremeña'. | MAURICIO PEÑA
Julio Llamazares, autor de 'Primavera extremeña'. | MAURICIO PEÑA
‘Primavera extremeña’
Apuntes del natural
Julio Llamazares
Cuarderno de viaje
Editorial Alfaguara, 2020

No deja de tener su gracia que el día que yo me dispongo a escribir estas líneas sobre el último libro de Julio Llamazares, ‘Primavera extremeña’, caigan tras los cristales de casa los primeros copos de nieve que me recuerdan, como no podía ser de otra manera, aquel poemario ‘Memoria de la nieve’ que acaba de  recibir el Premio Nacional al Libro Mejor editado en la reedición, con ilustraciones de Adolfo Serra, de la Editorial Nórdica. La nieve tiene ese punto de noséqué entre la magia y la nostalgia que empuja a uno a soñar con la mirada perdida en ese color que al cielo se le pone al anochecer los días de nieve. Y yo pienso que Julio Llamazares, tras cuyo nombre adivino al amigo, en algún momento ha echado cuentas precisamente estos días para descubrir la de vueltas que da la vida –por lo menos en la literatura– . Y cómo ha podido ser que después de 38 años, el que fue su segundo libro de poemas siga no solamente suscitando el interés de nuevos y jóvenes lectores sino mereciendo un premio tan elegante como el que acaba de recibir. Las cuentas de la literatura-que al fin no son sino las mismas que las de la vida- muestran algunas otras cosas sorprendentes. Por ejemplo, que el fundador de Nórdica, Diego Moreno, hubiera nacido, pero poco, cuando Julio Llamazares dedicaba a sus padres unos versos en los que ya se encontraban muchos de los elementos que han sido después el hurmiento de su escritura.  

Dejando a un lado la nieve, vuelvo a ‘Primavera extremeña’, espléndidamente editada por Alfaguara, con una portada en la deslumbra una atractiva acuarela de Konrad Laudenbacher, cuyos trabajos, coloristas y sugerentes, dan vistosidad a las páginas  –pocas, en ningún caso escasas– del libro. En ellas hay, por supuesto, personajes. Ricardo, María y Konrad, el farmacéutico, Manolo el Sueco, los miembros de la familia de Julio, Juan Antonio, Óscar...Y, por supuesto, el propio autor que escoge una primera persona que le sienta estupendamente bien a su escritura: «El 28 de marzo fue mi cumpleaños. Para celebrarlo como merecía (sesenta y cinco años no se cumplen todos los días) encargué un brazo de gitano en la panadería de Herguijuela y C. y J. me regalaron una acuarela de Konrad, de la montaña de Santa Cruz vista desde su casa, de las muchas que pinta para entretenerse».

Pero este no es un libro de personajes sino, como recuerda la portada, de apuntes al natural donde impera la realidad de un tiempo de condición dramática pero que fue vivido, por razones que se van desgranado línea tras línea, con trazos grandes como los de las acuarelas que lo ilustran, con intensidad. Y ese tiempo es, fundamentalmente, el del descubrimiento o redescubrimiento de una primavera nunca antes conocida o, al menos, no conocida como lo fue en esta ocasión. El recuerdo de cómo fue de extenuante en muchos aspectos mi primavera del confinamiento (en lo anímico, en lo laboral, en lo intelectual…) me despista nuevamente de mi quehacer hasta que caigo en que este libro de tan pocas páginas –llega el final en un santiamén– tiene unas referencias literarias ineludibles. ‘El Decamerón’ de Bocaccio, por ejemplo, con el que se establece un paralelismo ineludible: aquella peste negra que empuja a diez personajes a abandonar Florencia y dirigirse a Fiésole donde durante diez días (que eso es lo que significa en griego el título) narrarán un centenar de cuentos. Quien conozca la primavera de la Toscana podrá cerrar los ojos e imaginar cómo es ese paisaje extremeño cercano a Trujillo lleno de verdes y exuberancia con el que en algún momento lo compara el autor. Tampoco es extraño que Virgilio y su famoso comienzo de la égloga primera («Tityre, tu patulae recubans sub tegmine fagi…»), memorizada en los lejanos tiempos de colegio, se cuele de rondón en este libro en lo que lo bucólico es, por lo demás, obvio. Y, aunque pueda ser fruto de una casualidad, tampoco tiene nada de extraño que sea el griego Theodor Kallifatides el autor contemporáneo que viaja con el autor a Extremadura  ni que la obra leída sea ‘El asedio de Troya’ porque no es la primera vez que la prosa de Julio Llamazares se tropieza con Homero a quien, entre otras muchas cosas, hay que agradecerle la invención de nostalgia, y con ese momento único y estelar que es el alba de la literatura occidental. Probablemente, si los apuntes no hubieran sido del natural, en el texto habrían estado presentes tres famosos versos primaverales de Catulo («Iam ver egelidos refert tepores/iam caeli furor aequinoctialis/ iucundis Zephyri silescit aureis») aprendidos también, con toda seguridad, en la escuela. Por lo demás, el recuerdo de Dino Buzzati y ‘El desierto de los tártaros’ para describir al miedo al enemigo está perfectamente explicado por el autor.Como insinuar y no contar debe ser la tarea de quien recomienda un libro a otra persona, a mí me gustaría mencionar por último que, como si todo fuera igual, como si no hubieran pasado tantos años, Julio Llamazares vuelve con su particular manera de mirar, de escribir y de contar. Lo que cuenta en esta ocasión está en ‘Primavera extremeña’, en sus nubes y colores; en el vuelo de las golondrinas: «El último día de abril, en uno de sus vuelos circulares, una de ellas se posó en la reja del balcón frente a mi mesa y se quedó mirándome durante unos segundos. Me pareció que me preguntaba qué hacía allí, tan quieto y sin hacer ruido».

Una manera de contar, escribir y ver que al fin es, como ocurre casi siempre con su escritura, una reflexión sobre el tiempo y su extraña manera de envolver la vida y sus entuertos.

Marta Prieto Sarro es directora del IES Ordoño II, columnista de LNC y escritora.
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