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Entre Kafka y Groucho

16/10/2017
 Actualizado a 19/09/2019
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No creo en absoluto, a pesar de lo que han dicho algunos, que todo este asunto de la independencia o no independencia catalana haya respondido a un mal guión desde el punto de vista del suspense del relato. Puede que políticamente todo sea un fiasco, no lo dudo, pero como guión de serie televisiva, pongamos por caso, creo que supera y, de lejos, hasta lo que se le podría ocurrir al mismísimo Aaron Sorkin. La evolución de los acontecimientos, que al parecer debe llegar hoy a su fin, aunque no se sabe muy bien cómo, ha sufrido tantos giros y tantos vaivenes que uno diría que ha enganchado a una audiencia numerosa, ya de por sí muy adicta a los temas políticos, uno de los grandes asuntos del entretenimiento catódico en los tiempos que corren. Ya sé que todo esto es realidad, o metarrealidad, o quizás sea telerrealidad, no ficción, pero si lo fuera no tengo duda de que debería plantearse como un éxito argumental sin precedentes, con el público comiéndose las uñas ante un final postergado y confuso, ante este laberinto de palabras cuya salida al parecer nadie logra encontrar (porque habrá una salida, o eso esperamos).

Es un guión que sólo la realidad, cada día más sorprendente, puede ofrecer. Puede que los autores, tanto los independentistas como los que no lo son, no conozcan muy bien el final (de eso mismo se ha acusado a muchas series de éxito), de ahí que haya tantos movimientos, tanto cambio de última hora, tanto suspense y tanto secretismo. No creo que nos digan, como en ‘Los Serrano’, que todo ha sido un sueño, o una pesadilla. Me temo que no. Pero sí es cierto que en los últimos días, cuando avanzaba sin freno la trama del relato (ahora la política tiene un relato, ya saben), muchos se pellizcaban para lograr entender lo que estaba pasando, como si no estuviera suficientemente anunciado, y algunos periódicos titularon que una parte de España empezaba a despertar, lo que aludía precisamente a eso: al largo sueño, o a la larga siesta.

No sé lo que sucederá hoy (yo tampoco me sé el final, qué quieren que les diga), si es que Puigdemont contesta a la pregunta de Rajoy en torno a la declaración o no de la independencia. Tiene gracia que todo este asunto, en el que al parecer la economía empieza a ser otra vez muy importante, se haya reducido a última hora a las palabras, al lado mágico del lenguaje. No hay nada más fascinante. Así, Puigdemont demostró a la manera borgiana que una cosa puede ser y no ser al mismo tiempo, reuniendo en aquel pleno todo un homenaje a la literatura de las hipótesis y de paso a la física cuántica. Hasta el punto de que muchos han dicho que la independencia se sostuvo en el aire y anduvo viva y muerta al mismo tiempo, como el gato de Schrödinger, incluso viva y muerta en dos sitios diferentes a la vez. En eso consiste el giro imprevisible, que parece una rara magia, y que ha terminado por confundir a Rajoy y también a la CUP, por opuestos que sean: de ahí la necesidad de su verificación. Desvanecida o suspendida en el aire, creada pero desaparecida, la independencia no puede ser observada, y, por tanto, no hay manera de saber si está viva, muerta, o mediopensionista. Y en este impasse nos encontramos (aunque tal vez a estas alturas de la mañana, querido lector, ya se haya desenmarañado el asunto).

Estas teorías físicas, y la esencia misma del Principio de incertidumbre (que ha sido usado hasta con Shakespeare: lean, si tienen oportunidad, al gran Jonathan Bate), podría resumirse también en lo que debería denominarse el Principio de la escalera Galaica, del que se dice que Rajoy ha sido, en política, un aventajado practicante. Tiene su gracia, y quizás su desgracia, que justo en materia tan principal Rajoy haya sido víctima de esa escuela filosófica popular propia del Noroeste, y les aseguro que sé de lo que hablo, la Escuela de la ambigüedad inteligentemente buscada a las primeras de cambio. Puigdemont ha mantenido la independencia suspendida, congelada como hacía la Reina del Invierno en Narnia, por ejemplo, pero al tiempo ha equiparado ese acto de prestidigitación parlamentaria, o de escapismo constitucional, a la filosofía del sí es no es, o mejor a la imaginería galaica de la escalera, equivalente al gato de Schrödinger, ya que uno puede estar subiendo o bajando al mismo tiempo. Rajoy ha tenido que preguntar al President qué es lo que está haciendo, si sube o si baja, o sea, y sólo faltaba, para complicar mucho más las cosas, que hoy la respuesta de Carles fuera: «Depende».

Como en las mejores series de televisión, el lenguaje no quiere clarificarse, sino vestirse con capas sucesivas de significación, hasta el punto de que pueda significar una cosa y su contraria. Pocas veces se vio tanto juego verbal en la política, y, ya puestos, tanto despliegue de ese barroquismo desquiciante, ese festival de los sintagmas, esa orgía de las palabras, que Groucho ejemplificó en aquella deliciosa parte contratante de la primera parte, ya saben. Estamos, al menos lingüísticamente, ante un momento marxista de la política, marxista de los Marx, por muchas razones. Y eso ha convertido el argumento de toda la movida en algo tan surrealista como difícil de comprender, claro está. Las palabras se han hecho tan densas y tan poliédricas que casi resulta imposible adivinar el final de esta narrativa hiperbólica e imprevisible, suponiendo que alguien lo conozca de verdad.

El choque de trenes verbal, la confrontación semántica, no ha sustituido el otro lenguaje, el de los símbolos, que se ha desplegado en todas partes, creo que de una forma bastante alarmante, al tiempo que avanzaba el confuso relato por los pasillos de las instituciones y los micrófonos de las ruedas de prensa. La simbología resume, casi siempre de una manera excesivamente simple, los sentimientos, quizás también las ideas, y suele convocar un paisaje que propende a la identificación de los afectos sin matices, cuando los matices son siempre muy importantes. Ver el mundo como un territorio en el que una cosa excluye a otra, en el que sólo es posible decidir entre A o B, produce al menos una sensación inconfortable.

El lenguaje deliberadamente ambiguo (tramposo, dicen algunos) que empaña la resolución de este conflicto ha logrado extender el relato hasta el hartazgo (es verdad que la saturación es mucha), pero al tiempo ha vuelto a ratificar la capacidad de la política para atraer audiencias. El guión enloquecido y confuso de este momento crucial de nuestra historia tal vez haya puesto a muchos de los nervios, pero también ha logrado elevar al máximo los índices de audiencia de muchas televisiones. Porque hay un relato institucional, documental, parlamentar, está el ruido pavoroso de las redes sociales, están los eslóganes arrojadizos, están las ironías y los trabalenguas, están las palabras disfrazadas y las palabras desnudas, pero, sobre todo, está el relato de decenas de programas de televisión que han hecho de esta crónica un carrusel deportivo en el que se preguntaba a los actores (políticos, tertulianos, analistas y gente que pasaba por allí), el minuto y resultado. Los matinales no han hablado de otra cosa (al menos nos hemos librado de la cotidiana dosis de morbo de la crónica negra, que no es moco de pavo), pero una vez más ha sido el férreo Ferreras el que ha convertido el relato del conflicto en un relato televisivo. La oposición de contrarios, las continuas sorpresas y giros del argumento, las falacias o los disimulos, la naturaleza líquida, en suma, del lenguaje, han proporcionado un caldo de cultivo perfecto para la narrativa televisiva. Y, sobre todo, el suspense mantenido, alargado, alimentado, por unos y por otros. No habrán servido las palabras para dialogar, eso no, pero han servido para componer un guión colectivo, entre Kafka y Groucho.
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