23/01/2022
 Actualizado a 23/01/2022
Guardar
Hay un repunte preocupante de odio en España por discriminación homófoba, ideológica o partidista. Son ejemplos: el violento odio a menudo en los campos de fútbol, lo que aconteció en A Coruña con la muerte de Samuel o el odio radiofónico extensivo e intensivo del ínclito Jiménez Losantos. Los radicales apologistas de la diferencia consideran que la humanidad se acaba en la frontera de la tribu o grupo, lo que implica que las demás tribus o grupos no participen de las mismas virtudes. Para los miembros más fanáticos de esta tendencia no es válido el hecho que los hombres sean primero humanos y, solo, después, hombres miembros de una casta, secta, equipo, clase, partido, nación o tendencia sexual. Consecuentemente, los situados fuera del propio círculo mágico, más que adversarios, son enemigos, se les desviste de respeto y, en último extremo, acaso que su derecho a la vida.

La devoción exacerbada por la diferencia, al no haberla experimentado todavía en casa propia, no conoce el peligro mortal que representa su propia existencia. El culto fanático a la pertenencia, la segmentación en tribus y el confinamiento de los individuos en su etnia, lengua, cultura o religión, representa un serio retroceso para una mayor coexistencia armónica del mundo. El fanático vernacular, debido a su encajonamiento mental, no ha aprendido que ningún particularismo está legitimado para reivindicar la totalidad de su ser, pues, en buena lógica, debe admitir, con igual legitimidad, diferencias en su propio seno.

Como afirma el ensayista francés Alain Finkielkraut (’La humanidad perdida. Ensayo sobre el siglo XX’), «el fanático vernacular no percibe que el hombre ya no es tal, sino planetario, que su entorno ya no es local, sino digital. Estaba vinculado a su territorio, ahora está enchufado en la red. Era geográfico e histórico, ahora es ‘angélico’, esto es, ajeno como los ángeles a las penalidades de la vida y de la Tierra y al orden de la encarnación». Para él ha llegado el final de las utopías, al menos el de la ubicuidad y de la ingravidez.

A la homilía humanista o humanitaria del derecho a la vida, anteponen los candidatos al odio, la violencia y el crimen variopinto las arengas sobre el derecho a su peculiaridad como un absoluto de mayor rango. Lejos de conmoverse ante la parafernalia multitudinaria y mediática que la sociedad incruenta monta estérilmente en torno a su víctimas, aquellos que la provocan ven magnificada aún más su grandeza y atónitos se descubren como seres humanos, señores de la muerte y de la vida. Debe ser algo tremendamente conmovedor y sublime sentir esa orgullosa enajenación ilimitada del individuo endiosado capaz de reducir a la nada todo lo que palpita sobre la Tierra. Aquí está su enorme potestad y al mismo tiempo su miseria, porque ¿qué será de él, pobre diablo, cuando ya no pueda agarrase a la muerte como asignatura, a la locura como reflexión, a la vida como objeto de destrucción, y tenga que cambiar su ‘chip’ para cotejarla y disfrutarla? Le será imposible, porque el vernáculo radical y cruento ha llegado, sin probable vuelta de hoja, a la gran tergiversación de la historia del hombre: justificar la muerte frente a la inverosimilitud de la vida. Se ha habituado tanto a matar, que la intensidad de su gozo es seguramente mayor que la intensidad de la agonía de sus víctimas, sobre cuya tumba persiste su odio en el colmo de la perversión, y suficiencia pedagógica. Cuando ya no haya más hombres que amenazar, denigrar o asesinar, ni mejor causa paramorir, habrá concluido su misión.
Lo más leído