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En qué nos convertirá esta pandemia

30/03/2020
 Actualizado a 30/03/2020
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Ya he dicho algunas veces, y lo he escrito aquí, que no me gustan las visiones moralistas sobre la epidemia que estamos sufriendo, ni tampoco esa filosofía, tan próxima a nuestra herencia cultural y religiosa, que afirma que las desgracias nos enseñan mucho, que hemos de aprender de todo este sufrimiento y así, seguramente, estaremos más preparados la próxima vez. Prefiero aprender de la alegría, las cosas como son. Pero reconozco que tal vez hemos vivido demasiado embobados con los asuntos triviales, demasiado ocupados con quejas tantas veces absurdas e infantiles, sin barruntar que las cosas podían ser mucho peores, a nada que se torcieran.

Este país ha sufrido episodios dramáticos en el pasado, y no digamos la Europa del siglo XX, asolada por guerras y conflictos terribles. No hay nada malo en agarrarse al mástil de felicidad, atarse a él, y mucho más en medio de la tormenta. A nadie se le debe criticar por ello, pues ser feliz es el objetivo máximo del ser humano. Que seamos una de las generaciones sin conflictos cercanos, conflictos graves, me refiero, y que esta epidemia sea presentada como la guerra que no tuvimos, me parece ir demasiado lejos. Es tanto como decir: ya parecía raro que nada verdaderamente grave ocurriera en todas estas décadas, pero aquí está ya la pandemia para enseñarnos a todos cómo son las cosas de verdad. Sin duda el virus nos va a hacer más adultos, como decíamos la pasada semana, pero sería bastante mejor que el abandono de la creciente puerilidad de esta sociedad no fuera como consecuencia de una cosa así, tan terrible, sino como resultado de la reflexión y el conocimiento.

En estas cosas pensaba ayer mismo, contemplando ese documental de obligada factura casera (conexiones virtuales desde el confinamiento) que Iñaki Gabilondo acaba de estrenar en Movistar: ‘Volver para ser otros: el mundo después del coronavirus’. El veterano periodista nos invita a pensar en cómo seremos una vez que pase este grave conflicto, y lo hace de la mano de algunos expertos: profesores, sociólogos, economistas, filósofos. En realidad, se han escrito ya muchas columnas sobre esto, por no hablar de los millones de personas que habrán meditado, siquiera unos minutos, en torno al asunto, aunque es probable que ninguno nos acerquemos a la verdad de lo que esta epidemia puede hacer de nosotros en el futuro.

¿En qué nos convertiremos? ¿En qué medida seremos otros después de esta gran sacudida? Probablemente valoraremos más la libertad y los momentos de alegría. Quizás entenderemos que la vida ha de circular en torno a los afectos. Puede que la solidaridad y la empatía, o si prefieren la compasión, se hagan más presentes en la realidad cotidiana. La enfermedad del individualismo que nos aleja de los otros puede que nos abandone, al tiempo que lo haga la epidemia. Aprenderemos más del esfuerzo conjunto y colectivo. Ahora, salimos a los balcones para romper la barrera del individualismo forzado, de la reclusión obligada, porque el ser humano necesita profundamente a los otros, a pesar de tantos adalides modernos del egoísmo y la cerrazón. Puede que todo esto se produzca. Puede que haya una transformación radical de las prioridades, que baje el odio y el espíritu punitivo, que se desprecie lo coercitivo y lo acusatorio y se valore la alegría y la ayuda mutua. Quizás, sí, la epidemia nos enseñe que las fronteras son una entelequia, pues un virus no las respeta, pero tampoco deberían ser obstáculo para el amor, para la comprensión, ni para la dignidad.

Veo el documental de Iñaki Gabilondo y observo que muchos de los entrevistados concluyen que la epidemia nos cambiará, y seguramente para bien. Porque entenderemos que la fragilidad es cosa de todos. Y, sin embargo: ¿qué ocurría si no fuera así? ¿Qué ocurriría si esta pandemia nos hiciera más vulnerables, más proclives a la dictadura del miedo? ¿Qué pasaría si abriera las puertas a una mayor represión, a una rebaja de la libertad en aras de una supuesta seguridad y un mayor control? ¿Qué pasaría si esta epidemia enseñase el camino de la domesticación de la cultura, ahondase en las diferencias de la gente, tantas veces inventadas, en la ausencia de igualdad, en el individualismo que abomina del otro y lo separa? ¿Qué ocurriría si este gran golpe súbito nos hiciera más crédulos ante los cantos de sirena, ante los engaños bien articulados, ante la diseminación de las mentiras interesadas, ante la fascinación por las supercherías o por el fanatismo, ante el embrujo de las supersticiones y los oráculos? ¿Qué sucedería, en suma, si, en lugar de protegernos con valentía, nos convirtiéramos en presa fácil de unos tiempos mucho más oscuros?

Algunos piensan que, al menos a corto plazo, nada ocurrirá. He leído a articulistas que creen que en pocos días volveremos a ser muy parecidos a como éramos. Para bien, en algunos aspectos, para mal en otros. Hay quien no espera una revolución, a pesar de que este siglo lleve veinte años de notable inmadurez social y política. Sin embargo, los cambios verdaderos, esos que traería el futuro, están pendientes. No faltan quienes piensan que esta crisis puntual, pero brutal, puede servir para corregir algunos de los caminos que la sociedad había tomado. También para abrirnos a nuevas ideas, para reforzarnos ante los muchos contagios provocados por la pandemia de superficialidad, que lleva demasiado tiempo entre nosotros.

Como dice Daniel Innerarity en el programa de Gabilondo, es probable, o más bien seguro, que esta pandemia, con ser terrible, afecte menos al planeta que la sostenida contaminación, o el calentamiento global. Pero el ser humano suele reaccionar ante los golpes súbitos, es cortoplacista y sólo cree en su presente. La política suele actuar de la misma manera.

Uno de los grandes cambios que tal vez provoque todo esto es el fin de la verborrea diseñada para incautos. La liquidez del río mediático puede convertirse en un territorio de nuevo más sólido, en el que la gente no deje arrastrar tan fácilmente, al recordar de pronto que la vida exige otras prioridades. Con suerte, el discurso maniqueo y propagandístico empezará a decaer. Lo decía ayer el profesor de Harvard, Steven Pinker, en una entrevista con Gonzalo Suárez. Tal vez regrese, no un nuevo humanismo, sino el Humanismo, sin más, tan desaparecido y despreciado. Y con ello, quizás vuelva al fin el prestigio de la ciencia y del conocimiento sobre tanta charlatanería y tanta estupidez. Nada nos ahorrará estos días difíciles, pero si la pandemia nos ayuda a conseguir estas cosas, algo habremos ganado.
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