22/07/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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El recuerdo del viaje a la Luna (también está el de Verne, el de Tintín…) me lleva inexorablemente a la infancia, como a tantos de ustedes. Resulta que todo aquello ya es una antigüedad. Y eso quiere decir, más allá de esa aplicación para móvil que nos muestra cómo seremos en la tercera edad, sin tener que esperar para comprobarlo, que nos hemos hecho viejos, junto al viejo satélite. Yo tenía siete años cuando se llegó a la Luna (hay escépticos, como en todo). A duras penas se ilumina en mi cerebro aquella pantalla de cristal oscuro, gordísima, donde la niebla habitaba a menudo, o donde caía nieve sin cesar, aunque el calor del verano incendiaba la noche. La mala calidad de la imagen no nos impidió ver el evento, o eso creo. Sucedió de madrugada y sólo teníamos la televisión del teleclub, que era un lugar sombrío de bancadas largas y estrechas, con una mesa cubierta de hule, donde se hacían también las meriendas de las hacenderas, animadas por el escabeche, y, desde hacía poco tiempo, con la televisión en su hornacina, que presidía como una diosa el local, para estupefacción de algunos. Allí vi por primera vez a Locomotoro y el Capitán Tan, maestros de los primeros días.

No recuerdo exactamente la primera vez que vi a los astronautas dejar aquella huella, que es, junto a las de los dinosaurios en las playas de Asturias, la huella que más me ha impresionado. Esas imágenes, repetidas hasta la extenuación, no tienen ya una fecha concreta en mi memoria. Pero qué diablos, aquella madrugada de julio estábamos allí, escribiendo el futuro. Nos convertimos en seres grandiosos, esperando el amanecer para ir al río, o a jugar a fútbol a la era, pero orgullosos de que ya habíamos conquistado la Luna, a pesar de la pobreza y fragilidad de nuestras vidas. Todos habíamos estado allí, con la imaginación, claro, pero era suficiente. Se suponía que nada sería igual a partir de aquel momento. Las imágenes, toscas y borrosas, confirmaban la hazaña, aunque es verdad que muchos se negaron en redondo a creerlo. Un gran paso para la humanidad, etcétera, se escuchaba. También supimos que aquella voz era la de Jesús Hermida. El presentador, corresponsal en América, ¡América!, hablaba desde Houston para nosotros, para nuestros humildes oídos, y nos parecía como una voz extraterrestre, metálica (el sonido no era gran cosa), una llamada desde el mundo exterior, como si él mismo estuviera también en la Luna, micrófono en ristre, al pie de la escalerilla (hubiera sido capaz, creo). Alcanzó así el estrellato, que ya no abandonó jamás. Jesús Hermida, desde aquella noche, estuvo con nosotros siempre, con su voz barroca y sus frases sinuosas, y su deje con algo de suspense, y sus entrevistas pobladas de preguntas enredadera que trepaban sobre el entrevistado, y con su histrionismo, que seguramente había aprendido allí, en América. Nuestro mapa conceptual se fue configurando así, con acontecimientos impresionantes (la llegada a la Luna, las muertes de JFK y Marilyn, los ecos interminables de Viet-Nam, la invención de la minifalda…). Vivíamos en un mundo que pendía de un hilo, en el que pasaban cosas extraordinarias, pero todas pasaban muy lejos. Sólo la televisión incipiente comenzó a traernos noticias del exterior.

Ya teníamos siete años, pero fuimos los hijos de la Luna. Como fuimos los hijos de toda aquella historia acelerada, aquel mundo que soñaba con salir de sí mismo y alcanzar el cielo. Nosotros tuvimos que esperar hasta noviembre de 1975, es cierto, pero para entonces los diques del tiempo cedieron y la modernidad nos inundó con una borrachera de optimismo. La carrera espacial siguió, con éxitos y fracasos, con la competición entre las dos potencias de la Guerra Fría. La televisión se fue haciendo más clara y más nítida, quizás más frívola también, pero Hermida no dejó de estar ahí, como icono doméstico, asociado, inexorablemente, a un cambio de era en la historia de la humanidad, en la historia de las comunicaciones. Un día, sin embargo, la Luna dejó de ser un objetivo y volvió a ser la luz de las noches de verano, aunque para entonces ya era algo muy nuestro, ya no la contemplábamos como a una desconocida. La madrugada de hace ahora cincuenta años nos había transformado drásticamente, incluso sin saberlo, nos había inyectado una fe inesperada en el ser humano, en tiempos que vivimos peligrosamente, pero resulta que al final uno se acostumbra a todo. Habíamos llegado a la Luna, era cierto, teníamos más grandeza y más épica, o eso nos parecía, pero la carrera espacial se agostó lentamente, la crisis acabó con las expediciones y sólo los males del planeta (y el inicio de lo que parece una nueva competencia entre potencias mundiales), hace apenas unos años, nos han traído de vuelta los sueños de alcanzar los espacios siderales. Con una diferencia: la Luna sólo es ya un pequeño paso. La Luna sólo es ese lugar en que apoyarnos levemente, ese escalón selenita, para lograr la próxima frontera.

No tendremos un Jesús Hermida que lo cuente, pero alguien estará ahí. Cuando lleguemos a Marte. Mis hijos, o más bien mis nietos, contemplarán todo eso en pantallas fastuosas o flotantes, escucharán la voz de los que lleguen al planeta rojo (y tal vez no vuelvan) con la nitidez de una cantante de ópera, con la perfección del aleteo de una mariposa. Y, sin embargo, sólo estaremos comenzando. Nuestra vida es demasiado corta para estas distancias formidables. Pero quisiéramos sentir la misma emoción de cuando éramos niños. Nunca como entonces se sienten las cosas con tanta brillantez y con tanta luz. Nunca como entonces se cree tanto en la extraña felicidad.

Antes de morir, Stephen Hawking dijo que sólo salvaríamos la especie humana conquistando otros planetas. Crear colonias en la Luna, en Marte, parece hoy algo inevitable. Que sea Donald Trump el que promete en los mítines que comienza el nuevo viaje a la Luna, y que, en pocos años, Marte estará al alcance de la mano, tiene algo de surrealista. Se diría que cuando las cosas van mal aquí abajo, miramos lejos en busca de una solución. Pienso a veces en la tristeza inmensa que sentiría el último ser humano sobre la Tierra, abandonando su casa para siempre. Y, sin embargo, algún día ocurrirá. Y, de todos los finales posibles que nos aguardan, ese será quizás el mejor de todos. Trump, claro, habla de grandeza nacional, de repetir el sueño, no tanto de la necesidad de prepararnos para un planeta herido de muerte. Quizás aquella noche de julio, hace ahora cincuenta años, estábamos empezando a escribir no sólo el futuro y el auge de la tecnología, sino la historia de nuestra propia supervivencia como especie.
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