En el patio de luces

Bruno Marcos se hace eco de unas acciones poéticas que ha realizado Jorge Pascual durante el confinamiento en el patio de luces de su casa

Bruno Marcos
05/06/2020
 Actualizado a 05/06/2020
Fotograma de  ‘Poesía en el patio de luces’
Fotograma de ‘Poesía en el patio de luces’
Hizo la mudanza los primeros días del confinamiento y como no se podía salir de casa empezó a enviarme fotografías desde su balcón. Extrañamente me resultaba todo familiar en esa parte de la ciudad. Aunque el presente se había instalado con su piel actual sobre las calles y los edificios, reconocía la estructura general, era algo que estaba en mis recuerdos, más bien en lo sueños que he tenido a partir de mis recuerdos. Mi infancia pasó de la memoria al inconsciente y a fuerza de aparecer en sueños aquella ciudad se ha convertido para mí en un lugar onírico. Las últimas veces que la he visitado ha sido como caminar dormido por lugares que recuerdo más por haberlos soñado que vivido.

Jorge Pascual, ese milagroso poeta que siempre está naciendo, se fue a San Sebastián por amor hará dos o tres años precisamente al barrio donde vivieron mis abuelos, Eguía, un sitio que nunca llegué a entender, una especie de pequeña Suiza pegada a una colina verde que no sabía en qué acababa. Sólo de mayor, yendo a un entierro, lo conocí completo, al final hay en su cumbre un campo santo, abarrotado de cruces que salen por encima de las tapias, a cuya superpoblación se le ha dado una solución moderna propia de Dante Alighieri: el cementerio se vuelve una rampa helicoidal que se hunde en el monte bajo tierra en cuyos flancos se depositan los restos de los seres queridos después de despedirlos tras una monumental puerta broncínea.

Jorge Pascual se puso a vivir luego justo enfrente de la que fue nuestra casa en el barrio de Amara. La reconocí sobre todo por la alta valla blanca que hay en su azotea, construida como un paseo con bancos, parasoles y chimeneas, a la que subíamos a ver los fuegos artificiales sobre la playa. En aquel bloque apareció un día el que fue mi primer amigo, Román, un niño que alertó al vecindario porque aburrido se asomaba a la ventana del patio de luces peligrosamente. Era hijo de una mujer que huyendo del maltrato tenía que dejarlo solo para trabajar. Compartían el ático con una chica espectacular que debía ser modelo. Tenía juguetes extraordinarios fruto de los intentos de su padre por recuperarlos a los que no daba importancia y que yo disfrutaba. Mi madre procuró que me hiciera amigo suyo. Muchas veces se preguntó luego qué habría sido de ellos. No sé si lo averiguó o quiso creerlo, que se arreglaron. Con seis o siete años, yo me tomé con alegría que nos fuéramos pero él se puso triste. Yo todavía no sabía lo que era una despedida.

Tardó poco Jorge Pascual, como todos, en aburrirse durante el confinamiento y allí estaba también el patio de luces de su bloque de enfrente. Como a mi amigo Román, verían los vecinos a mi amigo Jorge casi precipitarse al vacío con preocupación y más cuando este comenzó a recitar como él recita, que no es recitar sino vivir otra vez la intensidad que dio lugar a los poemas.

Figuras de ropa tendida se quedaron embelesadas con su voz, sábanas bailando su ritmo en el aire nocturno dorado por las luces domésticas de las cocinas o los baños o en el diurno azulado del tragaluz. Alfombras, pijamas… un público únicamente posible en un cuento, algo que nadie creería fuera de los sueños, cosas que no podrán atrapar nunca las editoriales, que no podrán transmitir ni las pantallas, ni los museos, tampoco yo en este escrito.
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