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En el adiós a Úrsula

20/05/2019
 Actualizado a 14/09/2019
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La muerte de Úrsula Rodríguez Hesles nos ha golpeado en las últimas horas, y ha supuesto, para los que la conocimos y tuvimos el honor de contar con su amistad, aún en la distancia, un viaje a lomos de la memoria hasta aquellos días iluminados, hasta aquellos días felices en los que brillaba la literatura y la alegría de los amigos, aquellos días en los que la veíamos con Antonio Pereira, su marido, ya fuera en Madrid, León o Villafranca, o en cualquier otro lugar, momentos de madurez y de celebración que difícilmente vamos a olvidar. Con la despedida (hoy, en San Claudio) de Úrsula despedimos también la luz de aquellos años, el ir y venir literario, los momentos de felicidad que se han quedado atrapados en los pliegues del tiempo, pues ella siempre estaba allí, en armoniosa compañía, saludando a los que llegábamos de otras partes, con efusividad y una sonrisa perenne, y ella ha estado también ahí todos estos años tras la muerte del escritor, no sólo desde la Fundación, sino desde el ánimo indestructible de quien cuida del legado de un escritor irrepetible, un cuidado en el que no cesó hasta el final.

Tardé en conocer a Úrsula. Aunque mis encuentros con Antonio, como he contado recientemente, se remontaban a los años ochenta, algunos de ellos en la redacción de La Crónica de León, Úrsula se aparece en mis recuerdos más bien en días de verano, cuando la Fiesta de Poesía en Villafranca, a la que tuve la suerte de asistir en ocasiones señeras. Desde entonces mantuve algunas conversaciones esporádicas con ella, ya desaparecido Antonio, especialmente con motivo de aquel evento del 2014 en la Fundación, ‘Los lectores de Poniente’, al que fuimos invitados algunos seguidores del escritor de Villafranca que vivíamos, por una u otra razón, al otro lado de Piedrafita. Al otro lado de ese territorio difuso y fronterizo en el que habitaba el espíritu fundacional de Pereira. El encuentro, como las docenas de ellos que la Fundación ha llevado a cabo hasta ahora, siempre bajo la inspiración y el acogimiento de Úrsula Rodríguez, fue un éxito y para mí, en particular, supuso un reencuentro con aquellas memorias del verano villafranquino, cuando conocí a Úrsula por primera vez, mientras la villa berciana se poblaba con la voz de los poetas.

A finales de septiembre de 2012 la entrevisté largamente, con motivo de la publicación de ‘Todos los cuentos’, el monumental volumen de casi 900 páginas, un volumen que Úrsula había mimado desde el principio, como ya entonces hacía con toda la memoria de su marido, y que suponía el retorno fulgurante del escritor, fallecido en 2009, hace ahora exactamente diez años. En la versión escrita de la entrevista, que publiqué entonces en otro lugar, contaba la emoción que supuso para mí reencontrarme con ella, siquiera a través del teléfono, y de lo que significaba recordar a Antonio con un libro así, creo que el primero sin él (siempre me los envió puntualmente, con sus dedicatorias en delicada letra manuscrita). Para Úrsula, el conjunto de los cuentos de Pereira debía mostrarse unido, en una sola publicación, y con esa idea luchó («con muchísimas ayudas, empezando por Mestre», me dijo entonces) para conseguir ese libro magnífico y colosal, que vio la luz en Siruela y que hoy es una pieza imprescindible para entender el relato corto y el cuento en Pereira, seguramente el más brillante de sus territorios literarios.

«Antonio había publicado en buenas editoriales, pero sus cuentos andaban desperdigados por unas y por otras», me decía Úrsula. «Además, Antonio tenía la virtud o la manía de corregir los cuentos siempre que volvía a publicarlos, hubieran aparecido antes en periódicos, libros o revistas. Él era capaz de ir a la imprenta a ver las pruebas, hacía triquiñuelas, como olvidarse unas gafas a propósito para así tener una disculpa para volver y pedir que le dejaran ver esto o aquello. Para él la corrección consistía generalmente en suprimir». «Antonio me decía», recordaba Úrsula en aquella conversación que mantuvimos: «en un cuento no puede sobrar ni faltar una palabra, esto es como el mecanismo de un reloj». En realidad, la posibilidad de compilar los cuentos diseminados de Pereira venía de atrás. El escritor lo había tenido siempre muy presente, me dijo Úrsula: «estaba convencido de que yo le iba a sobrevivir. Así que me encargaba a menudo que, caso de reunirlos, había que atenerse a la última versión publicada. Desde la Fundación creímos que la obra de Antonio necesitaba más difusión. Tú sabes que Antonio no es un ‘bestseller’, es un autor de culto, podríamos decir: muy reconocido en León, y en Galicia, por cierto, pero a lo mejor no tanto en otros sitios de España», me dijo también en aquella entrevista. Y ahí es donde uno entraba y le decía a Úrsula que no, que Pereira era muy conocido en muchas partes, más, incluso de lo que ella podía llegar a imaginarse. Pero persistía en ese encantador escepticismo, en ese discurso poco proclive a aceptar los elogios que juzgaba desmesurados, a no ser que incluyeran un poco de sorna.

Mucho más hablamos aquella mañana. Antonio estuvo presente en la memoria durante toda la conversación. Para Úrsula es como si él estuviera allí. Le dije que ese libro era una obligación, pero no tanto por Antonio, sino por los lectores. Se merecían tener toda aquella gran literatura en un solo volumen, en una sola pieza. Y, como nos sucede a los que vivimos al otro lado de la frontera invisible del Noroeste, aunque hayamos nacido en León, le recordé a Úrsula que su marido siempre había presumido de sus orígenes medio galaicos, de su pasado de ‘ferranxeiros’, de su lenguaje matizado por los aromas de los frutos de las lenguas vecinas. «Algunos críticos le han dicho que tiene esa cadencia del gallego…», me confesó Úrsula entonces. «Y cuando lo tradujeron, como en ‘Los cuentos de la Cábila’, a mí me parecía que sonaba muy bonito: ¡y mira que yo soy andaluza!». Y entonces, reía.

Hablamos largamente. Hablamos incluso del día en que conocieron a Borges: «conmigo fue encantador, cariñosísimo, simpatiquísimo», me decía. Finalmente hablamos de la muerte. La serenidad había podido ya con el dolor, me dijo. «Lo pasé mal. Pero poco a poco voy recuperando. Quedé muy tocada por la muerte de Antonio. Siempre piensas que no vas a pasar por eso. Piensas que eso sólo le ocurre a los demás». Hoy hemos de despedir a Úrsula Rodríguez Hesles, también en esta distancia de los montes, a lomos del Courel de Novoneyra, del que tantas veces Antonio me habló. Gracias, querida Úrsula, por tantas cosas. Gracias por cuidar de la memoria de Antonio, y por vuestra hermosa memoria compartida, hasta el último día.
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