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En busca de la soledad

19/02/2017
 Actualizado a 07/09/2019
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Llega el momento en que te cuesta trabajo asumir el lastre de los inconvenientes que has de soportar a diario, de manera que aprovechas tu instinto natural de supervivencia y buscas, como remedio, la soledad en el único lugar que te ofrece garantías para el soñado reposo, una casa desocupada en el lugar donde nació tu madre, en Llamas de Rueda, un pueblo de apenas cuatro vecinos donde esperas vivir momentos inolvidables. Aquí estaré bien, piensas mientras arrastras desde el coche las bolsas donde escondes los enseres necesarios para pasar la semana que te has fijado como meta.

El frío que se esconde en los resquicios de la casa desparece en cuanto enciendes la chimenea del salón con los troncos de roble apiñados en el patio. Poco a poco va desapareciendo el olor a casa cerrada, y el humo te devuelve a tiempos lejanos de tu niñez, un recuerdo que aviva tu disposición y da alas a tu instinto de valentía, a tu confirmada necesidad de aislamiento.

No importa que, para tus primitivas necesidades, la casa resulte demasiado amplia, ya que la muestra del lado acogedor se exhibe en el armario (por un lado los libros que has ido dejando cada año en sus anaqueles, por otro el aparato de música con los CD) y, en el exterior, el patio cuajado de plantas floridas y de olores que te hacen sonreír de felicidad. Allí estás tú, dispuesto a romper moldes y aguantar la semana entera, todo con tal de que huyan derrotados los malos presagios.

Resultan saludables las primeras horas, aquéllas que dedicas a la limpieza de la casa, el cuidado de la lumbre en la chimenea o el riego de la tierra en el patio con agua del pozo (no te falta tiempo para ajustar la abrazadera de la goma de riego, que siempre consideraste asunto propio). De vuelta a la vivienda tras el trasiego, y en buen estado como encontraste el frigorífico, te sirves una cerveza y te sientas frente al ordenador, dispuesto a proseguir en el empeño de la novela que te tiene a mal traer. En efecto, al cabo de media hora haces y deshaces una página y te enfadas contigo mismo por no haber advertido la necesidad de música para acompañar tus divagaciones, la musa que te ha de ayudar en el intento. Introduces en el compact las ‘Variaciones Goldberg’ pero no llegas a terminar de escuchar el primer movimiento, ni siquiera reconociendo la sapiencia pianística de Glenn Gould, su intérprete.

Sales al patio y te relajas con el efluvio dulzón de la planta de lavanda. El silencio lo rompen los ladridos cansinos del mastín de César y, lejanos, los esquilones de su rebaño. Fuera de eso, los únicos habitantes del pueblo (no más de una decena) se esconden, como tú, en la casa, pendientes tal vez de algo que llevan esperando muchos años, un secreto que no termina de dar la cara, el mismo milagro que parecías esperar, allí encerrado. Llegas hasta el caño y llenas de agua el botijo. Ganas te dan de gritar por ver si acude alguien a atender aquella especie de auxilio que necesitas, pero no encuentras otra cosa que silencio y misterio en el elemental desajuste de sus calles. Subes hasta el cementerio para observar, desde allí, el espectáculo verdecido del monte de robles en las laderas que descienden hasta el río y que dan la sensación de intentar engullir las casas del pueblo.

Como no llega la musa que esperaste durante toda la mañana, sales de la casa, subes al coche, llegas hasta Almanza y, junto a la plaza, lees la prensa en el primer bar que encuentras. Repites el pedido en otra cafetería de al lado y regresas sin más, satisfecho y con el estómago templado, a la rural academia del pueblo de tu madre. Las ‘Variaciones Goldberg’ de Bach se habían entrampado en el CD y reclaman una ayuda que ofreces con un toque en el botón de ‘inicio’. Tienes toda la tarde por delante, y un montón de cosas por hacer. ¿Por ejemplo….?

Vislumbras la tarde como un réquiem aeternam: ni texto in mente, ni música apropiada, ni acompañante alguno, ni otro condumio que los calabacines sobre la mesa de la cocina. Los teléfonos móviles no tienen cobertura en el pueblo, así que llamas desde el ‘fijo’ a la gente de León: mi hermana, Mar, Edu, Pispajo, Jabuto, Piedi. Qué hacéis, por dónde andáis. Y tú?, contestan. Tú debes proseguir en el empeño, terminar al menos aquella página de la novela, o probar con otro disco más alegre. O regar el patio. Te quedan aún seis días para dar cumplida cuenta de tu proyecto solitario

¿Y por qué no regresar a León?: ¡Eso mismo! Al fin y al cabo no vas a tardar ni media hora: Sahechores, Villahibiera, Quintana, La Aldea, Villalquite, Villomar, Mansilla…. León: además, si tardas más de la cuenta, tu madre se habrá acostado y quieres verla para saber qué tal le ha ido el día, así que, echando leches, recoges los bártulos, apagas la lumbre, cortas la luz, cierras puertas y ventanas y vas dejando atrás el pueblo. Llegaste para pasar siete días, y no han pasado ni siete horas; enchufas la radio, pero en Radio Clásica no ponen música: alguien habla de la soledad y te saca de dudas. Se refiere a Gustavo Adolfo Becquer, quien escribió: «….La soledad es muy hermosa cuando se tiene a alguien a tu lado para decírselo».
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