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En busca de la alegría

06/06/2022
 Actualizado a 06/06/2022
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Hablé largo y tendido con la catedrática de psiquiatría María Inés López-Ibor, que acaba de publicar ‘En busca de la alegría’ (Espasa). Inés, de los López-Ibor, naturalmente, lleva muchos años dedicados a la investigación, siguiendo la extraordinaria tradición familiar en este campo. Por ejemplo, dedicada al estudio de las adicciones, y a los trastornos de ansiedad o depresión provocados por ellas. Es una gran conocedora de la tristeza. Y, por eso, pocas personas más adecuadas se me ocurren para hablar de esa imperiosa necesidad que tiene el ser humano de buscar la alegría.

Recuerdo que Manuel Vilas me había dicho algo parecido cuando publicó ‘Alegría’ (Planeta). «Yo lo que quiero es la alegría, la felicidad es otra cosa’, decía entonces. Inés López-Ibor dedica las primeras páginas de su libro a diferenciar, precisamente, entre alegría y felicidad. Etimológicamente, explica, alegría tiene que ver con ‘algo vivo o animado’ (alecris), pero también con el griego ‘gaio’, es decir, que implica fiarse de las propias fuerzas, «conocerse y aceptarse’. Y aquí entra en escena el gran mantra griego, socrático, pero no sólo, escrito en el templo de Apolo en Delfos: «conócete a ti mismo», ‘gnothi seautón’).

La aceptación de cómo somos es quizás el paso imprescindible del ser humano para conocer la alegría. Inés López-Ibor nos recuerda que hay una acepción más, la de ‘laetitia’, que no debe olvidarse: «la alegría de estar aquí», pero obsérvese, añado yo, que también significa abundante y fértil. Alegría implica satisfacción plena, suele estar relacionada con un sentimiento de gozo, y suele provocar la risa o la sonrisa como efecto inmediato, una de las grandes características del comportamiento del ser humano, aunque, también es cierto, la risa no es, como a veces se piensa, exclusiva de él.

Le dije a López-Ibor que era un buen momento para hablar de la alegría, porque parece bastante ausente del mundo contemporáneo. La enfermedad mental, a la que también se le dedican numerosas líneas en este libro, no deja de aumentar. Se dice que es la epidemia más peligrosa, y que se ha cebado especialmente en los más jóvenes. Si la ansiedad implica tener miedo al futuro, sentir el vértigo de la incertidumbre, es obvio que son los jóvenes los que tienen más futuro por delante. Y quizás por eso su incertidumbre es mayor. Y puede que también su angustia.

Juan José López-Ibor definía la enfermedad mental, y la enfermedad en general, como una crisis existencial. Freud decía, nos recuerda María Inés, que «la salud mental es la capacidad de amar y de trabajar». Hoy, hasta algunos políticos han empezado a pedir que se considere la mente como la gran víctima de este tiempo, lo que implicaría una profunda atención médica desde el sistema de salud pública, y no sólo por los efectos de la pandemia y el confinamiento. Hay muchos más elementos que están precipitando esa caída en el desánimo, esa falta de vitalidad para encarar un futuro que para muchos no parece presentarse precisamente muy halagüeño. Los últimos años, a poco que uno los analice, no invitan demasiado al optimismo.

López-Ibor insiste en que, para lograr efectos beneficiosos que nos acerquen al concepto de alegría, hay que cambiar nuestra actitud. «Centrarnos en el lado bueno de las cosas», dice literalmente. Porque nuestro cerebro tiende a ver el lado malo, «lo que está mal o nos disgusta», y eso puede tener como origen la necesidad atávica de prevenir peligros, de sentirnos alerta y preparados ante algo hipotéticamente dañino que podría poner en peligro la supervivencia de la especie. Ese es, en realidad, el origen de la ansiedad, la excesiva anticipación del futuro, el sistema de alerta cerebral ante un peligro sólo imaginado o proyectado. «La práctica del pensamiento positivo es beneficiosa para la salud», subraya Inés López-Ibor. Y lo sabemos. Claro que lo sabemos. Todo el mundo está de acuerdo en aquello de gestionar, manejar y controlas las emociones, incluyendo los picos de euforia que suelen caracterizar la bipolaridad.

Aún conozco personas que son capaces de mantenerse dentro del contexto doméstico, sin sentirse excesivamente afectadas por los males del mundo. Esos males que nos parecen externos, o nos lo parecían, cosas que a menudo (creíamos) les pasan siempre a los otros. No es que en el ámbito familiar o doméstico no haya motivos para la preocupación. Desde las cavernas, la defensa de lo propio, de lo cercano, está impresa en nuestro cerebro. La protección ante la agresión y las trampas de la vida parece haberse desarrollado de manera muy temprana. Se trata de la supervivencia de la especie, a fin de cuentas. Pero curiosamente, vivimos un momento de gran exposición, porque ha aumentado nuestro conocimiento del mundo exterior. Aunque siempre encontrarás a alguien que dice «con lo mío ya tengo bastante, no puedo preocuparme de todo lo que pasa por ahí», lo cierto es que la mayoría de la gente se siente interpelada (y concernida) por lo que sucede en otras partes, lo cual es humanamente comprensible e incluso un síntoma de empatía y dignidad. Hay una angustia creciente derivada, quizás, del exceso de información (que tantas veces resalta los aspectos negativos o morbosos, para qué negarlo). No es que sepamos más (tal vez sabemos mucho menos de lo que creemos), pero sí estamos más pendientes de lo que pasa en todas partes, vemos de inmediato imágenes terribles de cualquier punto de mundo, y, por supuesto, vemos pasar la guerra en Ucrania en primer plano.

Resulta paradójico que un mundo evolucionado, complejo, en el que la tecnología impera, en el que las comunicaciones son extraordinarias, sin embargo, está produciendo gran incertidumbre y miedo en las personas. Cuanto más sabemos, más incertidumbre y miedo tenemos. Y no faltan planes de ‘desintoxicación tecnológica’ (librarse de los móviles y de las notificaciones interminable e inútiles, apagar la televisión, abandonar las redes sociales, donde muchos advierten una gran toxicidad, apartarse, en suma, de todo el ruido del mundo que ahora llega en segundos a las puertas de nuestra casa y a todas las pantallas que, finalmente, nos angustian).

María Inés López-Ibor también advierte de los peligros de la era digital. Y, de nuevo, alude a los jóvenes. Yo le digo que el mundo contemporáneo lleva al ciudadano al miedo, porque muchos no pueden desarrollar sus proyectos de vida. La muerte, la violencia (tiroteos inexplicables, matanzas en medio de sociedades desarrolladas), la guerra, el dolor, la orfandad, la pobreza creciente, la soledad: no faltan motivos para sentir pánico, la verdad. Pero ella dice que «podemos aprender a estar alegres», y que hay que hacerlo, sobre todo, en los momentos difíciles.
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