El Zagal de Zamayón

Por Saturnino Alonso Requejo

Saturnino Alonso Requejo
06/07/2022
 Actualizado a 06/07/2022
El Zagal de Zamayón
El Zagal de Zamayón
Se sabe que, cuando el Lazarillo de Tormes, hijo de Tomé González y de Antonia Pérez marchó de Salamanca, su madre le despidió, llorando, y le dijo estas palabras:

«Hijo: ya sé que no te veré más.
Procura ser bueno, y Dios te guíe. Criado te he y con buen amo te he puesto: válete por ti.»

Añadiré que, así como todo es toro, desde la punta hasta el rabo, todo es cierto en esta historia que paso a contarles.
Lo habían ‘ajustado’ por San Pedro, «lo comido por lo servido», como suele decirse, y, desde aquella fecha, no había vuelto a su pueblo para abrazar a los suyos, jugar a las escondiquiellas al anochecer y tirar piedras a los vencejos que hilvanaban con sus vuelos la torre de la iglesia parroquial. Pero aún guardaba en la memoria las palabras de despedida de su madre pobre, mientras le apretujaba contra su corazón, a la puerta de la corrala:
«¡Hijo, ya ves lo que hay en casa! Allí te criarán hasta que te hagas un hombre de provecho».

El niño Serafín Tomé tenía de aquella ocho años recién cumplidos. Que le habían tirado de las orejas el día veintisiete, festividad de San Cirilo de Alejandría. Y, por entonces, no abultaba más que un cordero recental o un celemín mismamente.

La devesa El Cañedo, cerca de Salamanca, era de la Condesa de Villalones. Y tenía casa propia para los guardeses, corralones para el ganado menudo, zahúrdas para las marranas de criar, gallinero para las pitas, palomar encalado y portalada con pesebrera para el burro terroso, el Terco, que servía para todo, y que espantaba las moscas azulonas y despuntaba los juncos por la ribera del Cañedo. Que el Terco era mandado como un catecúmeno y austero como un asceta del desierto.

La que verdaderamente mandaba en todo, y mucho, era la Colasa: aquella gobernanta, seca y retorcida como una jara, mal encarada como un pecado mortal, a la que temían hasta los mastines, pues les soltaba palabrotas y les tiraba pedradas con la zurda.

¿Y el marido...? Pues como si nada. Callado y sumiso como el Terco... Bastante tenía él con remendar los corrales, podar las encinas, acarrear la leña aguantar a aquella mujer que Dios le había impuesto como penitencia por sus pecados. Que le miraba con aquel ojo llorón como un llamargo, y le arrojaba improperios y escupitajos, sin ton ni son, mientras su hombre tragaba sin rechistar, las sopas de ajo, y liaba un cigarro de cuarterón que le hacía toser. Y, por la noche..., cuando a ella se le antojaba, que era casi nunca, a tono con la sequía del terreno.

El zagalillo Serafín Tomé, desde que habían comenzado las grandes escarchas de diciembre, había ido tachando con un carbón los días en el calendario amarillento que colgaba en una escarpia como un ajusticiado.

Por fin había llegado el 24, Noche Buena, que lo tenía bien enmarcado en un círculo negro. ¡Con cuanta ansiedad había esperado aquella fecha! ¡Qué imágenes no habían pasado por su mente infantil! ¡Cuántas cosas no contaría a los de su edad, que nunca habían salido del pueblo! ¿Qué preguntas le haría don Faustino, el maestro, y don Elpidio, el párroco?

En aquellos tiempos de austeridad, era costumbre dar suelta ese día a los criados para que pasaran la Nochebuena con sus familias. Por lo demás, era el día del AGUINALDO, algo así como la paga de todo un año de servicio: unos chorizos sabadiegos, unas morcillas curadas, el costillar adobado de un carnero, una mediana de tocino, una fárdela de nueces, y así.

¿Qué cara pondría la madre con más hijos que alimentar cuando abriera aquellas alforjas de pellejo de oveja, y sacara de ellas la primera soldada de la criatura de su alma. Tantas tardes de sol y tantas mañanas de escarcha ¡no cabían en aquellas alforjas!

Con estas ensoñaciones, soltó el ganado aquella mañana de niebla del día 24, sin perder de vista el caminillo terroso que se enroscaba en las encinas en dirección a su pueblo.

El cierzo soplaba a manotazos; y era como un bedano en manos de un cantero que sacaba esquirlas al paisaje ceniciento. Y las ovejas habían de pastar de culo al viento que les arrancaba vedijas de lana rucia. Y los mastines, el Noble y la Nube, se enroscaban cada poco entre las jaras espesísimas.
Así el día, el zagal Serafín hubo de comer el zoquete de pan con tocino al amparo de una vieja encina. Que se le entumecieron las manos y después, no era quién a sacársela para mear.

¡Pero era Nochebuena!, y la alegría esperanzada superaba con creces los purgatorios de las horas lentísimas. Que ya se veía en el hogar, entre su padre y su madre, junto a la lumbre, con el gato y el puchero de patatas arregladas con tocino.

Pasado el mediodía, la niebla se fue espesando como un manto de lana cruda. Así la inclemencia y las ansias, a media tarde ya iba Serafín, como quien no quiere la cosa, arrimando el rebaño a la majada. Que bien conocían las ovejas, que se resistían, que era algo temprano para la recogida.
El caso fue que, poco más de media tarde, se personó en la Casa Grande y se presentó a la Colasa que andaba ocupada en cierto guiso oloroso:
¡Buenas tardes nos dé Dios y mande usté!

Y la tía Colasa, la Gobernanta, mandó, ¡vaya si mandó: que si déjame llenas las cántaras de agua; que si échale, que si atrópame las marranas parideras; que si amamanta los corderos aborrecidos; que si méteme leña en el portal, que se adivina noche agría, según mea la niebla... Y así todo el rato, que la Colasa nunca acababa de mandar, por más que mandase.

Total, que a Tomé no se le arreglaba la escapada por más que la noche ya amenazaba con echársele encima.

Cuando el zagal Serafín, que era muy dispuesto, terminó de aviar el ganado y metió el aguinaldo en las alforjas, hacía ya rato que la luz de la tarde se había puesto ceniza entre las encinas. Y las ovejas rumiaban ya en la corrala. Y el burro oscuro, el Terco, permanecía aculado contra la pared, como el Santo Patrono de una ermita que espera una oración o una limosna de sus devotos. Y los dos mastines de carlancas, el Noble y la Nube, se habían anudado ya a la puerta de la casa.

Fue entonces cuando el zagalillo, con más ganas que conocimiento; salió a orza en dirección a su pueblo, Zamayón.

El cielo de aquella noche había empezado ya a echar escarcha a cucharadas, como afanado en preparar los pañales para el nacimiento del Niño Dios. Y el zagalín de Zamayón atravesaba la negrura del encinar silbando algo para espantar el miedo. Que le salían de la espesura todos los personajes siniestros de los cuentos que le contaba su madre cuando lo metía en la cama de jergón de paja: el tío del saco, el ogro que se comía a los niños crudos; los ladrones que salían a los caminos; los lobos que asaltaban los corrales; los fantasmas de los muertos..., y así. Por lo demás, en aquel encinar espesísimo, uno podía encontrarse con el esqueleto descamado de un burro de dentadura amarillenta; o las carrilleras de una cabra sarnosa; o los zaleos de una oveja modorra comida por los lobos o el fantasma mismo de aquel sayagués de Muga que dormía por los pajares y que un pastor había encontrado un invierno tieso bajo una encina, con la navaja en la mano derecha y una molleta sin encetar en la izquierda. Que hacía cestos a domicilio por la manutención y la voluntad.

Todas estas imágenes se le agolpaban a Serafín Tomé en el escalofrío de la nuca, mientras la noche se había cerrado sobre su miedo como la dentadura de un perro de presa, tal que una camisa de sayal.

Y comenzó a sospechar que había estado dando vueltas sobre un punto sin encontrar el camino. No se oían ladridos de perros medrosos; ni campaniles de las espadañas; ni resplandor de los candiles de aceite. Ni siquiera el grito de los gallos rompiendo la Nochebuena en dos mitades. ¡Comprendió que estaba perdido en el corazón del bosque, que no podía salir de aquella trampa, que nunca llegaría a casa!

Ahora veía a su madre, sentada en el tajo de la cocina, humedecido el mandil nuevo, secándose las lágrimas con la punta de la rodea. Y oía al cura de su pueblo, don Elpidio, desgañitándose sobre el púlpito con aquel sermón del amor de Dios que se había hecho realidad con el nacimiento del Niño Jesús.
Fue entonces cuando el rapacín de Zamayón, aterido de frío, desamparado, muerto de miedo, agotado por el cansancio, se acurrucó en la hueca de una encina como en la placenta de una madre y ¡que fuera lo que Dios quisiera!

Desde aquel amparo, veía a su madre que andaría acomodándose a la puerta, mientras la cazuela de patatas con costilla se había quedado fría sobre la mesa. Y, ya en la Misa de Gallo, volvería la cabeza hacia la pila del agua bendita por si el hijo de sus entrañas aparecía en el umbral de la puerta.

Y no se atrevía a llamar a gritos, ni a llorar por lo bajo, no fuera el diablo que una alimaña olfateara su miedo y..., ¡zas! Así que tragó sus lágrimas, se persignó cristianamente y rezó las oraciones de costumbre:
Dios te salve, Reina y Madre de misericordia...
A ti clamamos los desterrados hijos de Eva;
A ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas...
Y se quedó dormido en el vientre de la encina como Jonás en el de la ballena.
Cuando el 25 despegó las legañas, el rapacín de Zamayón corrió hacia la dehesa El Cañedo o, con las alforjas del aguinaldo a la espalda, como quien lleva a cuestas un pecado mortal.

La Colasa, que aquella noche había cenado algo mejor, y hasta se había echado al gargüelo unas copas de aguardiente, para animarse en la cama, le dijo fríamente, cuando vio al rapaz a la puerta de la corrala:
¡Avía, que ya es hora de soltar! ¡Otro año será!
Y todo aquel día resonó en los oídos de Tomé la copla que en estas fechas recitaba el tío Macario de su pueblo, que padecía de reumatismo crónico:
Ya pasó la Nochebuena
Y no vi tu cara;
Para algunos fue buena, Para mí, mala.
Pero cada vez que el rapacín se sentaba al pie de la encina maternal, los dos mastines, el Noble y la Nube, le daban lametazos cariñosos en la cara. Que como se dice en la austera Castilla, «Dios aprieta, pero no ahoga.»
¡Que así sea!
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