julio-cayon-webb.jpg

El voraz incendio de la plaza Mayor

01/05/2016
 Actualizado a 12/09/2019
Guardar
Los años acabados en seis han tenido en los últimos tiempos mal fario para la ciudad de León. Tres fuertes incendios se declararon en el pasado siglo, y todos tuvieron, como norma indeseada, el dígito final igual: el seis. El suceso más recordado y sobre el que se ha escrito en infinidad de ocasiones fue la pavorosa pira en que se convirtió la Catedral leonesa el 29 de mayo de 1966. Parodiando a los viejos cronistas, ríos de tinta cubrieron páginas y páginas para relatar lo que pudo ser y no ocurrió gracias al celebrado artista y restaurador Andrés Seoane, quien, sabedor de las condiciones de la piedra en la gótica Seo de Santa María, impidió la intervención extrema de los bomberos. Se corría el peligro, por exceso de agua, del hundimiento de la nave central del templo. Pero esa es otra historia que en este mes de mayo cumplirá cincuenta años.

Diez después, en 1976 –era el 7 de mayo–, un nuevo incendio volvía a colocar a León en la primera línea informativa nacional. Las conocidas como casas de los militares, en la calle Álvaro López Núñez, al lado del colegio de los Hermanos Maristas, se veían arrasadas por las llamas. El incendio fue tan espectacular y tan dañino –convirtió en cenizas las diez viviendas del inmueble– que sus moradores, hasta cierto punto agradecidos, señalaban que, por fortuna, conservaban la vida. El edificio y cuanto contenía, todo, había sido devorado por el fuego. Un drama sin paliativos.

Sin embargo, apenas se recuerda lo que pudo suceder el 12 de enero de 1946 –veinte años antes del siniestro de la Catedral– en plena plaza Mayor. No resulta exagerado, ni, tampoco, arriesgado, afirmar que el recinto podría haber ardido completamente de un vértice a otro. Los escasos recursos municipales con que se contaba para este tipo de situaciones, de catástrofes urbanas –los bomberos realizaban su trabajo en condiciones precarias en cuanto a disposición de material–, se pusieron de manifiesto en el momento en que las llamas iniciales se adueñaron de la primera casa afectada.

Eran las nueve de la mañana del segundo sábado de 1946. Las vendedoras de frutas, verduras y hortalizas –que, en su mayoría, y así hay que resaltarlo, se trataba de mujeres– ya ocupaban a esa hora sus puestos de costumbre. El mercado abierto de la plaza Mayor disfrutaba, por entonces, de una excelente consideración popular, donde, como algo obligado, se regateaba, por parte del cliente, el precio de la mercancía. Eraconsustancial con la compra semanal de los excelentes productos de la tierra, a los que también, para asegurar su procedencia, llamaban del país.

El primer fuego de lo que, a continuación, se convertiría en un incendio espeluznante, se advirtió en el sótano del almacén de tejidos de Cesáreo Lobato, abierto en el número 15 de la porticada plaza, inmueble que se enfrentaba con el Mirador de la Ciudad, más conocido por los leoneses como Consistorio Viejo. El diario ‘Proa’, en su edición del día siguiente, matizaba la información destacando que "la clase de materias almacenadas y su mucha cantidad, hizo que el fuego tomase incremento desde los primeros instantes". No faltaba la crítica directa sobre la intendencia del Parque de Bomberos –nunca hacia los trabajadores del servicio–, señalando que, una vez allí, "dio comienzo una lucha titánica por la falta de medios, de técnica y de dirección adecuada que, una vez más, se observó en este incendio". Y apuntaba los ocurridos en la calle Fernando González Regueral, por un lado, y el de la casa solariega de Cadenas, en la calle Conde Luna, por el otro –este se había producido tres años antes, en enero de 1943– "por no citar –decía– más que algunos recientes".

De tal magnitud se presentó el incendio y tal era el temor a la catástrofe, que a los pocos minutos se personaban en la plaza Mayor el grueso de la autoridades de la época encabezadas por el gobernador civil –por entonces Carlos Arias Navarro–, el alcalde, en este caso accidental, Ángel Suárez Ema, el presidente de la Diputación, Juan José Fernández Urquiza, los coroneles del Regimiento Burgos 36 y de la Base Aérea –este último, por su experiencia, se puso al frente del operativo para atajar el fuego–, el comisario jefe de Policía, el comandante segundo jefe de la Guardia Civil, el jefe de Sanidad, Guardia Municipal, concejales… en fin, no faltaba nadie.

Pese a los esfuerzos en común, las llamas seguían avanzando de manera rápida y voraz. "Las casas números catorce, dieciséis y diecisiete comenzaron a arder». Aquello parecía un infierno. Sobre los tejados, los bomberos, soldados y otras personas voluntarias, se jugaban literalmente la vida. No había forma de reducir las llamas. Hacia las doce del mediodía, cuando parecía que el incendio empezaba a controlarse, el fuego tomó una nueva dirección, en este caso hacia el norte, y abrazó con fuerza el inmueble número doce, en el que residía el alcalde de la ciudad José Aguado Smolinski.

Al margen de las cuantiosas pérdidas, hubo una que, por su importancia, se reseñó como insustituible. Se trataba de los archivos del arcipreste de la Catedral, José González, "cuya vivienda fue completamente devorada por las llamas". ‘Proa’ indicaba que "mientras lo material de comercio e industrias podrá reponerse pronto, la obra de estudio, investigación y paciencia de años y años anotada por el arcipreste en papeles y más papeles, tal tesoro de erudición leonesa ¡no volverá!... una verdadera pena".

Hacia las dos de la tarde las llamas eran dominadas, que todavía no vencidas, por lo que los bomberos continuaban echando agua "sobre la enorme pira de vigas calcinadas en que se consumían los restos de media docena de casas, enseres, telas y mercancías de varias clases de los comercios de Lobato, de la antigua casa ‘Perse’, de don Sixto Pascual, etcétera".

Lo positivo del suceso es que no se registraron desgracias personales. A media tarde se procedía a devolver a las casas que habían quedado indemnes los muebles y otras pertenencias que, como medida precautoria y lógica, quedaban desalojadas de los domicilios en el transcurso del incendio. La información del periódico continuaba explicando que "no hubo que lamentar, a pesar de la masa de gente movilizada por tejados, escaleras y plaza, el más mínimo accidente, cosa que parece increíble. Las pérdidas no pueden calcularse pero tienen que ser cuantiosas. Lo más lamentable –continuaba el periódico– será la falta de viviendas para los inquilinos así desahuciados".

‘Proa’ también denunciaba y, en concreto, arremetía contra el papel jugado en el incendio por parte de la empresa Aguas de León. El párrafo no tiene desperdicio. Decía así: "En el eslabonamiento de concausas relacionadas con el siniestro llegamos, conforme a opiniones recogidas, a un factor importantísimo para este y otros casos futuros: la responsabilidad de la empresa Aguas de León. ¿Está libre de culpa? ¿Por ello las autoridades darán preferencia a la reconstrucción de que no tenían las aguas la presión necesaria a la altura deseada? ¿Se hallan las bocas de riego en las debidas condiciones de cantidad y conservación? No somos nosotros (el periódico) los llamados a resolver estas cosas. El Ayuntamiento debe ser la representación del pueblo". Rotunda afirmación. El incendio, afortunadamente, no fue letal, aunque –de eso tampoco hay duda– amenazó con destruir una buena parte del barrio de San Martín y, por lo tanto, del casco histórico de la ciudad de León.Setenta años después ya es historia local. Y no precisamente menuda.
Lo más leído