Secundino Llorente

El virus Peter Pan

18/06/2020
 Actualizado a 18/06/2020
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El síndrome de Peter Pan viene a ser el anhelo por permanecer siempre niño, con las mismas responsabilidades, sin crecer ni madurar. La causa de este síndrome está en una infancia antojadiza, caprichosa y demasiado feliz que el niño idealiza y pretende vivir en una permanente niñez. La solución sería marcarle unas pautas de conducta adecuadas para que acepte las responsabilidades propias de su edad. Este síndrome es hoy el verdadero virus de la educación española. El suspiro unánime del profesorado es un pacto educativo serio y duradero, sin miramientos políticos y con un único objetivo: «formar y educar a nuestros alumnos del siglo XXI». Pero este «pacto» es muy difícil y puedo entender perfectamente el desánimo de todos los que han intentado reformar la educación sin éxito. Es como la reforma de una casa vieja llena de goteras a la que por muchos parches que le pongas seguirá ocasionando problemas. Para solucionar el desastre de nuestra ley de educación lo mejor sería quemarla y empezar de nuevo, llevar a cabo una enmienda a la totalidad.

La reforma educativa Lomloe viene a ser la misma Lomce de Wert con algunos parches: Elimina, por supuesto, las reválidas por trasnochadas y anacrónicas. Introduce la educación inclusiva total en la que desaparecen los Programas de Mejora del Aprendizaje y del Rendimiento (PMAR) y se incorporarán los alumnos de colegios de educación especial. El último rumor es que el Consejo Escolar ha propuesto en el Congreso eliminar el obstáculo del ‘título de ESO’ para convertirlo en un certificado sin dar importancia al número de suspensos. Y ya en bachillerato, para que los alumnos no se estresen ni se cansen y no haya repetidores, se les da la posibilidad de hacerlo en tres cursos en lugar de dos y si a algún alumno no le gusta una asignatura puede abandonarla porque se le aprobará por compensación. Opino que la única finalidad de estos parches es dulcificar y hacer más fácil la vida de los alumnos y me niego a creer las maliciosas sospechas de que lo que pretenden es conseguir el voto de estos alumnos que ya serán mayores de edad en las próximas elecciones. La reforma educativa de la ministra Celaá viene a eliminar la apuesta por la excelencia y a perpetuar el fracaso que venimos consiguiendo en los últimos informes PISA. Pero no echemos la culpa a la ministra porque ella no ha generado este problema. Esto viene de lejos. A ver quién se atreve a luchar contra el ‘mimo’ al que hemos acostumbrado a nuestros alumnos con una vida blanda, feliz, sin problemas ni esfuerzos para conseguir la meta. ¡Pobre del que se aventure a enfrentarse a este ‘buenismo’! Se arriesga a ser acusado de reaccionario y autoritario. Y si además valora el esfuerzo, el talento, la disciplina o la excelencia puede ser catalogado hasta de fascista. Por supuesto que es más sencillo dar a cada alumno todos sus caprichos y así jamás se encontrarán con huelgas, manifestaciones o protestas.

Con qué rapidez se está expandiendo «últimamente» este mantra. Estamos a años luz de la «letra con sangre entra» que conocí como estudiante en los años sesenta. Nos hemos pasado de recorrido y estamos en el extremo opuesto: «del profesor que pegaba en clase al profesor que no puede llamar la atención al alumno que no está atento». Pero hace sólo seis años, en 2014, nuestro instituto concursó a mejor escuela de éxito de España y lo consiguió con el lema ‘Respeto y esfuerzo, claves del éxito’. En ese momento los términos esfuerzo, trabajo, estudio, disciplina o respeto aún no estaban cargados de connotaciones negativas y se daban calificaciones de ‘deficiente’ o ‘muy deficiente’ con las que se transmitía al alumno con claridad que «no tenía ni idea» y los padres lo entendían y colaboraban para que sus hijos empezasen a tomarlo en serio, sin protestas ni quejas por depresiones. Hoy el profesor para poder dar un suspenso tiene que andar con cuidado y poner muchas cataplasmas: «no te preocupes porque pasarás de curso igual», «no lo has hecho tan mal», «has estado a punto de aprobar». Hemos llegado al extremo en que el profesor tiene miedo a la denuncia de los padres por traumatizar a sus hijos al ponerles un suspenso. «Es increíble la situación en la que hoy nos encontramos».

El colmo de esta superprotección podemos verlo en las evaluaciones finales de este periodo covid-19. Entendíamos que habría comprensión y generosidad, pero no hasta este punto. La presión sobre los docentes ha sido total, desde la ministra hasta el último inspector han estado persuadiéndoles de que repetir curso tiene que ser un caso excepcional y de que, además, se evitarían problemas con las familias y la inspección. El profesorado está dividido. Descargan su enojo escribiendo simpáticos comentarios en los grupos de whatsapp sobre el tema. Son considerados ‘profesores buenos’ los que siguen las instrucciones de la inspección y al toque de «sálvese quien pueda» regalan con generosidad sobresalientes sin duelo para no tener ni una sola reclamación. Los considerados como ‘profesores malos’ también entienden la generosidad en tiempo de pandemia, pero creen que los resultados deberían ser variados, según su esfuerzo, porque de lo contrario siempre saldrían ganando los vagos, sin hacer nada, mientras que los alumnos trabajadores serían los perjudicados. Estos profesores, supuestamente insumisos, se arriesgan a reclamaciones y podrían tener alguna inspección. Por otra parte, el día uno de julio será la prueba de la selectividad que sirve para organizar y distribuir las plazas de acceso a la universidad, algo muy importante para muchos alumnos, y pongo en duda que con esta lotería de notas coincidan las mejores calificaciones con los mejores estudiantes, lo que supondría una grave injusticia.

Tenemos la obligación de encontrar urgentemente una vacuna contra el virus Peter Pan. Parece que lo ideal sería un buen pacto educativo, pero previamente la sociedad debería tomar conciencia de que los niños han de conocer sus responsabilidades y aceptar que un suspenso sólo pretende estimularle y ayudarle a mejorar. No les pasa nada por llevarse un disgusto y, por supuesto, nunca tendría que ser motivo de depresión. De lo que estoy plenamente seguro es de que siempre será peor permanecer anclado en el limbo feliz de la infancia, acoplado a sus antojos y caprichos, sin dar ni golpe y enganchado al móvil hasta que los problemas reales de la vida lo despierten traumáticamente a los 20 años.
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