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El virus nos hace adultos

23/03/2020
 Actualizado a 23/03/2020
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Estos días se repiten mucho algunas de las advertencias de Stephen Hawking: sobre todo aquella en torno a la extinción de nuestra especie, de seguir por el mismo camino. Decía el científico que habría que ir pensando con rapidez en un lugar alternativo a la Tierra, visto que la tenemos hecha unos zorros [la frase es mía, pero la idea es de Hawking]. También dijo, o dicen que dijo, que había más posibilidades de acabar con la vida humana en el planeta a causa de una epidemia que de una guerra nuclear, sin desdeñar, supongo, esta última posibilidad. Hawking era divertido, aplicó el sentido del humor a la ciencia, seguramente porque la inteligencia y el humor suelen ir juntos, o uno es una consecuencia de la otra. Sin embargo, sin perder el gracejo que transmitía la voz metálica de su computador, solía decir las cosas bastante claras: para quien quería escucharlas, por supuesto.

Ahora Hawking ya no está entre nosotros, ni siquiera se harán más capítulos de ‘The Big Bang Theory’, donde aparecía mencionado a menudo. Ahora que lo pienso, no volver a escuchar a Sheldon Cooper también es un motivo para el desánimo. Quedan los capítulos grabados, mil veces vistos, al menos por los que fuimos seguidores incondicionales. Pero volvamos al asunto. Pronto nos hemos olvidado de las advertencias de Hawking, y de las advertencias en general, y aquí estamos, en medio de la pandemia (España, junto a Italia, se encuentra en el ojo del huracán, a qué negarlo). Aquí estamos, perplejos y asustados, claro, pero sobre todo perplejos.

Más allá de las imprevisiones y de ese aire de superioridad y prepotencia que caracteriza a la atmósfera sociológica de este tiempo, lo cierto es que el coronavirus ha venido a sacudirnos en dos tardes, en dos telediarios, a cambiarnos los hábitos y las rutinas, a cambiarnos la vida, en una palabra, sin que pudiéramos rechistar ni quejarnos un minuto (total, no sirve de nada), sin que pudiéramos aterrizar en esos titulares de informativos que a menudo contienen noticias terribles, es verdad, pero que son cosas que siempre les suceden a los otros y a normalmente a bastantes kilómetros de distancia. Muchos aseguran que este golpe de realidad nos cambiará drásticamente: la sociedad ya no será la misma, escucho y leo, empezaremos a valorar lo que habíamos olvidado o despreciado, nos daremos cuenta al fin de lo errados y desnortados que andábamos por los caminos del mundo, y en este plan. No lo tengo yo tan claro, la verdad. El ser humano tiene cosas maravillosas, pero la experiencia nos dice que nos sacudimos pronto estas enseñanzas, por no hablar de la memoria, que siempre oscurece lo malo y lo envuelve en las nieblas del olvido.

El confinamiento va a seguir, por lo visto, algunas semanas, y eso da tiempo para pensar, no sólo para seguir los planes de entrenamiento físico con los que nos va a ilustrar la televisión. Esta edad tan autosuficiente nos ofrece ahora el mayor reto posible de la autosuficiencia: vivir como si todos fuéramos Gran Hermano, transmitiendo la vida doméstica, el encierro en el castillo, a través de infinitas conexiones con el mundo exterior, prohibido por la contaminación vírica, como en una de esas cada vez más previsibles distopías. Estoy viendo planes sobre qué leer desde el confinamiento (este periódico ofrece sus consejos, a los que pienso unirme) y te preguntas si de verdad vamos a salir más cultos, más solidarios, y, sobre todo, más alegres. Como decíamos la semana pasada, esta sociedad lleva ya alguna que otra década dedicada al elogio del individualismo, y últimamente empezaba a dar signos de cerrazón, de miedo al otro, de autoritarismo larvado, de tal manera que algunos ven en todo esto una especie de respuesta metafórica, un reto inesperado que quizás nos libre, a la larga, de los egoísmos del presente.

Lo que parece claro es que el virus nos está haciendo adultos de golpe. Este siglo veinteañero, casi adolescente, ha dado demasiadas muestras de desorientación. Hemos caído en el elogio desmedido de nosotros mismos, en la arrogancia que otorga la superficialidad, dejando de lado la importancia de escuchar a los otros. Este siglo enfermo de infantilismos y puerilidades, adicto a los falsos barnices, a las palabras vanas, a los eslóganes de cartón piedra, se contempla a sí mismo en medio de la estupefacción. En medio de la tormenta perfecta. No creo en las enseñanzas que se derivan del mal. No me gusta aprender sufriendo, a pesar de que es uno de los vectores de nuestra herencia cultural y también religiosa. Creo mucho más, como diría Manuel Vilas, en los beneficios inmensos de la alegría.

Pero aquí estamos: contemplando las ciudades vaciadas. Contemplando el silencio que pesa sobre los hombros, un silencio que empieza a parecernos funerario. Una ciudad que pasea perros, ajenos supongo a lo que ocurre, o quizás no tanto, gatos que empiezan a conquistar parterres, como si la naturaleza fuera buscando su sitio, y todos esos signos propios de la catástrofe: algunos individuos portando mascarillas, cuando las hay, calles rigurosamente vigiladas, puertas cerradas a cal y canto, y un sol de primavera que luce para nadie, como lucirá el día en que ya no estemos, ajeno a nosotros que somos, por supuesto, insignificantes para el astro, insignificantes quizás para casi todo lo que nos rodea, a pesar de creernos el centro del mundo.

Mientras escribo, comienza aquí la ceremonia de los balcones. Es un instante de comunión vecinal, más fuerte, quizás, que la que hayamos tenido nunca. La gente aplaude largamente a las calles vacías, pero el eco llega hasta los nuevos héroes de este tiempo que responden a su vez con aplausos. Emociona el encuentro, humano hasta la médula. Nos recuerda que necesitamos saber que hay alguien al otro lado. Alguien que contesta a estas botellas de ánimo lanzadas al mar. Sé que en unos minutos se apagarán los aplausos, se cerrarán las ventanas y las farolas arrojarán una noche más su luz sobre la nada. En todas estas celdas donde habitamos asustados, la televisión pasará a tomar el mando, será de nuevo la diosa del hogar, porque la familia vuelve a escrutar la realidad a través de la pantalla. Llegan noticias de todas partes: el mundo, al parecer, sigue ahí. Hay gráficos que muestran la evolución de los terribles acontecimientos, entrevistas hechas con micrófonos envueltos en cinta de plástico. La pantalla se llena de otras pantallas, porque la gente emite desde el confinamiento intentando mantener una sonrisa. Los datos nos abruman: son una granizada inmisericorde que cae, como la nieve de Joyce, sobre los vivos y sobre los muertos.
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