05/02/2017
 Actualizado a 07/09/2019
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Arrastrábamos de baja o cantábamos las cuarenta ajenos al problema que nos rodeaba. Sobre el tapete no nos dábamos cuenta de que algo raro estaba sucediendo a nuestro alrededor. No era cuestión de lo que nos había costado juntarnos cuatro para jugar una partida, lo que demasiados años después terminaría generando agendas de población y comisionados para la despoblación.No. Era algo mucho más grave. Otro tipo de silencio.De pronto, en cuestión de unos pocos segundos, aparecieron de golpe todas nuestras novias, mujeres, madres y abuelas en forma de mensajes, llamadas y visitas. «¿Qué ha pasado? ¿Dónde estaban todas?», preguntó uno los puntos. «Acaba de terminar el capítulo de ‘Sin tetas no hay paraíso’», nos informó una de las recién llegadas. La Tierra volvió entonces a girar sobre sí misma y nosotros a nuestro verdadero estado. Se rompió aquel silencio sobrecogedor. La conversación giró a partir de ese momento en torno a El Duque, el villano de la época, del que algunas de ellas no podían hablar sin morderse el labio entre frase y frase. Fue un caso excepcional, porque mezclaba al villano y al galán, y lo que más gusta en este país son los villanos. Y las villanas, claro. Se van sucediendo en una carrera de relevos, ahora alentada por las redes sociales, de modo que nunca nos falte un personaje al que demonizar. Pero en todas las artes, como en todos los deportes, hay personajes excepcionales que sobreviven a las modas y a las furias de cada temporada. Que alguien me explique cómo es posible que Cristóbal Montoro vaya a pasar a la historia como el ministro más veterano de toda nuestra democracia si no es que porque borda el papel de villano. Lo borda tanto que irrita a sus colegas, y no me refiero al resto de ministros, no, sino a los actores, ese gremio que se cree en una disposición especial para darnos lecciones de moralidad pese a que su trabajo consiste en interpretar lo que otros les escriben. No es por el IVA, es por envidia. Saben que Montoro es un gran actor y que cualquier día le nominan para el Goya, convirtiéndose en competencia directa y fiscalizadora. Resulta asombrosa su capacidad para mantener al espectador en tensión. Con esa risilla estremecedora asume una detrás de otra las culpas del fracaso del cine español (del que, como mucho, podría tener la culpa del 21%), de la crisis de la remolacha, de que un amigo no te pague el dinero que te debe, de que te suban el precio del café, de que tu coche consuma demasiado, de que fumar siente mal, de que Cataluña quiera recortarnos el mapa o de que tu empresa se hunda, por poner sólo algunos ejemplos. Él sí que es, en sí mismo, la marca España, porque nos permite ejercer nuestro deporte favorito: echarle las culpas a otro. Sólo unos pocos visionarios han sido capaces de reconocer sus méritos, y dónde iba a ser si no en León. Los concejales de Izquierda Unida en La Robla le dijeron hace poco al alcalde socialista en un pleno que el mérito de que el ayuntamiento hubiese reducido la deuda no era suyo, sino únicamente de Cristóbal Montoro. Ahí les tienen. Ése es el camino. No es cuestión de colores políticos. Así se siente querido y quizá algún día se pase a la comedia romántica y no termine, como tantos actores, como tantas personas, devorado por su propio personaje. No se puede menospreciar a alguien que es capaz de disputarle al mismísimo Diosel protagonismo en las blasfemias.
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