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El vicio de escuchar

13/01/2017
 Actualizado a 16/09/2019
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Hoy te retrasaste», dice la mujer, mientras se pone las chanclas. Tiene el cabello corto, canoso, es pequeña y de caderas anchas. «Está mi hijo pequeño en casa y claro, hay que hacer otro cuarto», contesta su compañera, más rechoncha aún y con idéntico corte de pelo. (Me pregunto: ¿y no lo puede hacer él mismo?). «No pasa nada, si no tenemos prisa». «Eso digo yo, qué prisa hay», contesta la rechoncha. «Por mucho que corras, al final siempre te pillará la muerte». «Efectivamente, efectivamente».

No sé si lo que me dejó más anonadada fue el tono liviano y sin pizca de ironía que emplearon las dos mujeres o que siguieran enjabonándose el cabello como si tal cosa. Sucedió en las duchas de una piscina municipal de Madrid: una conversación trivial entre dos mujeres desnudas de mediana edad. Una conversación trivial en la que se pasa de la impuntualidad a la inevitabilidad de la muerte sin término medio. El asunto daría para una larga reflexión o también para una escena cómica en una película surrealista. Momentos como éste los vivo a menudo en Madrid: me entero de conversaciones ajenas, en principio livianas, pero a menudo con carga de profundidad. Es una de las ventajas de vivir en una gran urbe: en los lugares públicos la gente habla en voz alta sin preocuparse de quién esté oyendo. Me ha sucedido en vestuarios, en metros y autobuses, en la consulta del médico. He escuchado a parejas peleándose en voz baja, a padres soltándole (falsas) explicaciones científicas a sus hijos, a mujeres contándose intimidades.

Mis favoritas son las discusiones de pareja, tienen algo aterrador, descarnado. Recuerdo una un domingo en el metro: un señor mayor tocado con un elegante sombrero de fieltro ayudaba a su esposa, bien envuelta en un abrigo de visón, a levantarse del asiento y la agarraba suavemente de la mano. (Qué tierno, pensé). El matrimonio abandonó el vagón detrás de mí. Ella dijo: «Es indignante». Él: «¿Qué es indignante?». Ella: «Pues todo». Él: «Ya empezamos, siempre encuentras algo indignante». Ella: «Lo que pasa es que tú no me entiendes, y nunca, en estos cincuenta años, me has entendido lo más mínimo». Me alejé lo más rápido posible de la pareja.

¿No les parece fascinante? Supongo que el mío es en realidad un vicio de escritora, que se nutre de todo lo que ve y escucha a su alrededor. El vicio de una ‘voyeur’, trasladado, gracias a una especie de sinestesia, al de oyente. Podría llamarse ‘auditeur’, que suena más elegante que cotilla. ¿No?
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