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El verano del amor

13/08/2017
 Actualizado a 18/09/2019
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Cuando Paul McCartney tenía veinticuatro años se imaginó a sí mismo cuarenta años más viejo, sin pelo y con nietos sobre las rodillas, y compuso ‘When I’m sixty-four’ (Cuando tenga 64). Han pasado esos cuarenta años que él imaginó e incluso diez más. Cincuenta años de canciones alegres y tristes, canciones para bailar y para pensar, para ligar y para protestar, que nos han acompañado a todos. Paul ha cumplido los sesenta y cuatro y diez más en plenas facultades musicales. Otra cosa es que sus canciones nos emocionen tanto como nos emocionaban las de los Beatles. Claro que, tampoco nosotros conservamos el entusiasmo ni la capacidad de sorpresa que teníamos entonces. Por lo menos yo no recuerdo la última película que me transportó a otro mundo, el último libro que me enganchó desde la primera hasta la última página, o la última canción que me puso las venas al borde del infarto.

Pero sí recuerdo el verano del 67. Tenía doce años, y la propina de los domingos se me iba en polos y en tebeos. Afortunadamente, también tenía (y tengo, Dios los guarde muchos años) cinco hermanos mayores, cinco. Ellos se ocupaban de comprar los discos; ellos pusieron la Banda Sonora de mi infancia. Las dos mayores eran chicas, y perdían la compostura por los solistas italianos y franceses. Si eran rubios de ojos azules, tipo Cristophe, mejor que mejor, o cowboys con brillantina como Ricky Nelson, pero tampoco le hacían ascos a un chuleta descarado como Celentano. Cosas de chicas, ya se sabe. Los dos hermanos siguientes llegaron a un acuerdo para no andar a carreras: uno se dedicó a comprar los discos de Elvis y el otro los de Dylan; uno los de los Rolling, y el otro los de los Beatles; uno, instrumentales como los Shadows, y el otro, letristas como Almas Humildes; uno, en fin, el rock hispano de los Teen Tops, y el otro el pop ibérico de los Brincos. Y cosas más raras. Con todo, el más raro era el otro hermano, el que me antecede por orden de edad: en una época en que los únicos músicos negros que triunfaban en España eran Antonio Machín y Nat King Cole (y éste último, porque cantaba en español), él compraba música negra de cantantes con nombres impronunciables que no aparecían en las listas de ventas ni en el número cien. Confieso que, al principio, eran las canciones que menos me gustaban y, sin embargo, hoy adoro a todos esos «gordos, negros, ciegos y cantantes de soul».

Yo escuchaba aquel muro de sonido y, sin darme cuenta apenas, asimilaba... y callaba (a ver, qué otra cosa puedes hacer cuando tienes cinco hermanos mayores, cinco). Hasta que, casi de repente, llegó el verano del amor y las flores en el pelo. El hermano de turno llegó a La Vecilla con el ‘Sergeant Pepper’ de los Beatles bajo el brazo. Ese disco nos hizo viajar del serrín de la pista del circo a las montañas de la India, y de las noticias cotidianas a cielos de mermelada y chicas con ojos caleidoscópicos; y todo ello, sin levantar la toalla de la orilla del Curueño, como si de una alfombra voladora se tratara. Ahí se acabó mi infancia musical. Se acabó lo de hacer ‘playback’ mientras giraba el vinilo en el tocadiscos Philips de pilas; a partir de aquel día pude desafinar a conciencia pero, eso sí, siguiendo la letra de las canciones. Incluso había una que parecía escrita para mí: «¿Qué pensaríais si cantase desafinado? / ¿Os levantaríais y me dejaríais solo? / Prestadme oídos y os cantaré una canción / E intentaré no cantar fuera de tono / lo conseguiré con una pequeña ayuda de mis amigos...». El bueno de Ringo consiguió cantar hasta la última nota sin desafinar, yo... lo intenté; llevo cincuenta años intentándolo, pero no lo he conseguido ni con la infinita paciencia de los amigos que han padecido mis patéticos esfuerzos por no desafinar y, a pesar de eso, no me han dejado solo. Gracias, chicos, ¡qué más quisiera yo que ser un querubín! pero mi nombre es Agustín y, aunque suene parecido, ‘nun ye lo mismu, no, digotelu yo’. Eso sí, pasión le pongo mucha, lo doy todo: ¡Ah! ¡Qué gran cantante de soul ha perdido el mundo! En fin, allí acabaron también los polos y los tebeos: con las pagas dominicales ahorradas me compré mis dos primeros discos, ‘Wild Thing’ de The Troggs y ‘Monday, Monday’ de The Mama’s and The Papa’s (no estuvo mal para empezar), y eso me dio derecho a reclamar un turno de ‘pincha’ en el tocadiscos familiar.

Toda aquella música la llevo tatuada bajo la piel como las cicatrices y los huesos rotos de los juegos callejeros de entonces. Toda aquella música se filtró en mi subconsciente, y por eso siempre encuentro –sin buscarla– una canción para cada momento (y, una curiosidad que explica muchas cosas: en mi cabeza nunca desafino, ¡es una gozada!). El día en que «para mi mal, venga a buscarme la Parca» seguramente me encontrará desafinando una canción. Me hubiera gustado que me pusieran flores en el pelo pero, como eso hace tiempo que es imposible, le he encargado al ‘Pera’ que espolvorée mis cenizas en lo alto de Peña Valdorria: de este modo, seré un poco roca, un poco agua (Curueño querido), y un poco viento. Conociendo al ‘Pera’, corro el peligro de acabar dentro de una botella, y ser un poco cristal, un poco orujo y un poco aliento; pero tampoco está mal, qué caramba, nadie es perfecto. Lo que sí me gustaría es que alguien cantase alguna de aquellas canciones. Si está por allí mi hermano Jose puede que entone, precisamente, ‘sixty-four’, o alguna de ‘Jesucristo Superstar’. ‘In my life’ parece muy apropiada, pero es un poco tristona. ¿Qué tal ‘Reach out I’ll be there’? Fue la primera canción soul que me enganchó. Pero me da igual, todas me valen, desde la ‘Zamba de mi esperanza’, que cantaba mi madre, a ‘Pedro Navaja’; de ‘Money’ a ‘Sunny’, todas forman la Banda Sonora Original de mi vida y a todas las debo momentos irrepetibles.

Por todos esos buenos momentos, tengo una deuda impagable con los compositores de canciones y sus intérpretes, con mis hermanos mayores, y con todos los amigos, como Quique M, Tolo, Pájaro, Eduardo, Vega o Pepe T., que alguna vez me han alimentado con canciones. Brindo por vosotros como Topol en El violinista en el tejado: «To Life!, Lehaim!» ¡Por la vida! ¡Salud! ¡Salud, hermanos queridos! ¡Salud, amigos! ¡Salud y buenas canciones! Y...

«Si vas a San Francisco, / no olvides ponerte flores en el pelo...»
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