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El verano de la pandemia

27/07/2020
 Actualizado a 27/07/2020
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Imagino que sólo en los pueblos muy pequeños o aislados se podrá volver a aquella vida de agosto en la que el exterior, es decir, lo que pasaba en el mundo, no importaba demasiado. Algo de esto dijimos aquí hace siete días, hablando, no sin nostalgia, de los días azules de la infancia. Pero, en realidad, esa sensación de estar en nuestra vida pequeña y cercana, sin alarmas continuas y sin el acoso de los miedos globales, no la hemos perdido hace tanto tiempo. Creo que es, sobre todo, cosa del siglo XXI, del que llevamos dos décadas exactas, y es el resultado de implicarnos demasiado en asuntos que seguramente no podemos cambiar, a través, por ejemplo, de las nuevas tecnologías. No soy tecnófobo, ya lo he explicado varias veces, pero sí que me parece que existen malos usos de la tecnología. O, si lo prefieren, creo que en muchas ocasiones nos dejamos dominar por ella, de tal forma que los beneficios que obtenemos de su uso resultan muy inferiores a los perjuicios.

Hemos sido obligados a vivir a través de las pantallas. Lo que empezó con las televisiones es hoy algo definitivamente instalado entre nosotros, sobre todo a través del teléfono móvil, ese objeto, tan fascinante como diabólico. Tal ha sido la evolución que hasta las propias televisiones, las del salón de toda la vida, las diosas del hogar, han sido relegadas por los jóvenes, que apenas las miran, como si fueran ya un objeto del pasado, algo que ya no pertenece a su mundo. Además, esa contemplación colectiva y litúrgica del televisor en los salones, o en las cocinas, implicaba que todos los miembros de la casa seguían obligadamente el mismo programa. Eso ya no volverá a ocurrir. Las pantallas se han multiplicado y cada uno tiene su propia programación. Sólo la pandemia, me parece, nos ha devuelto al acto comunitario de contemplación. La información, interminable, sin tregua, nos ha vuelto a atar como hace años a la pantalla, e incluso los jóvenes se han acercado a ella, abandonando sus vídeos habituales, como si descubrieran una rareza que hablaba con alarma de una extraña contaminación del mundo.

Este verano de la pandemia, que por lo visto vuelve a rebrotar, nos alejará definitivamente de aquellos otros veranos en los que sólo importaba lo que sucedía a nuestro alrededor. El afán por desconectarnos sigue muy presente, pero cada vez es más difícil. Uno defiende la instalación de internet en los pueblos más remotos, en todos, porque sin eso el progreso será completamente imposible, y la muerte de la España rural e interior se convertirá en un hecho consumado. Pero también defiende el derecho a la desconexión. La realidad nos persigue, nos muerde los talones: ya no es necesario ir a buscarla. Ahora lo difícil no es tener noticias del mundo: lo complicado es lograr no tenerlas. La información es poder, es cierto, pero también puede ser agobio y ansiedad. Aislarse es casi una quimera. Olvidarse del mundo, imposible, porque el mundo no se olvidará de nosotros.

Y así estamos, prácticamente acorralados. En realidad, esta tensión informativa de la pandemia, que nos ahogó en números, que bloqueó por completo nuestra existencia individual para lanzarnos a ese mar de estadísticas globales, sólo es un síntoma más (muy claro, muy agudo) de lo que ya estaba empezando a ocurrir. Se trata de esa globalidad en las distancias que las redes sociales han capitalizado, provocando en la gente la sensación de que pueden opinar e influir en todas las cosas. Ahora sabemos más de lo que sucede en la otra punta del mundo que de nuestros propios problemas más cercanos, que a menudo yacen abandonados. Es una globalidad tan impostada como falsa, pero que nos produce cierta satisfacción. Ese afán ha potenciado, además, la discrepancia como una de las bellas artes. No una discrepancia razonada, sino esa otra que se recrea en la tozudez, en llevar la contraria por el mero hecho de hacerlo, cuando no atacando gravemente al otro. Lo que en principio parece un beneficio se ha ido tornando un oleaje putrefacto en el que abundan los caladeros de odio.

No me extraña que sean cada vez más los que demandan una tregua. Una tregua de la realidad, podríamos decir. La pandemia ha cambiado nuestros modos de vida y cambiará drásticamente este verano. Quizás sólo los que tengan la suerte de mantenerse en lugares alejados del bullicio, los que mantengan un modo de vida acorde con la naturaleza en pueblos pequeños o de difícil acceso, consigan que el verano de 2020 se parezca a los anteriores. Ya son muchos los que pronostican un futuro de regreso al campo (está por ver, es cierto) como refugio ante un mundo cada vez más masificado y uniformizado, lo que parece ser un escenario ideal para la propagación de los virus. Me alegraré si el campo se recupera (no si nos lo cargamos: aún más, quiero decir). Algunos, que han resistido contra viento y marea en el entorno rural, se sonríen con bastante ironía ante estos nuevos movimientos a favor de reinventar la vida campestre, sobre todo pensando con qué facilidad huimos en las últimas décadas hacia las ciudades. Y no sin razón, la verdad, considerando cómo se ha maltratado la vida en los pueblos, y cómo el progreso no ha llegado a ellos a la misma velocidad que a las urbes, si es que ha llegado alguna vez.

Tal vez nos hallamos en el comienzo de un cambio profundo que la pandemia está acelerando. No sólo la búsqueda de entornos naturales más aislados, donde se pueda vivir sin aglomeraciones, sino también la búsqueda de una progresiva separación de las tensiones de las ciudades, y del mundo, que llegan ahora todas a nuestro móvil y a nuestra cabeza. Esa tensión y ese vértigo han sido utilizadas políticamente y es el origen de muchos liderazgos que nos están dañando. Los mensajes manipuladores que se cuelan con cinismo, más que con astucia, terminan por envenenar no sólo nuestros sueños, sino los momentos más pequeños y delicados de nuestras vidas. Funciona como una trampa invisible. Pero creo que aún estamos a tiempo. Nos hemos dejado engatusar por ese otro nivel en el que se mueven los eslóganes y las propagandas, un nivel de vida fundamentalmente virtual y pantallero, que nos aleja de otro, más pequeño y cercano, pero más rico, y sobre todo más amable, que es el de la desconexión, la necesidad de regresar al territorio de los afectos. Volvamos a la órbita en la que no puedan dañarnos. Digamos, como Bartleby, ante el agobio, la velocidad, el vértigo, la tensión, la diseminación del miedo, el rigor puritano y reaccionario, la simpleza de los demagogos: «I would prefer not to». «Preferiría no hacerlo».
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