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El uniforme gris del mundo polarizado

05/10/2020
 Actualizado a 05/10/2020
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El ambiente de enfrentamiento y tensión continua, entendido como una de las bellas artes, hace que todo esté sujeto a esa estética, como si lo contrario, es decir, el consenso, la comprensión, el lenguaje constructivo, no fuera otra cosa que una antigualla, algo que no va con la moda del presente.

Así estamos, con todo el mundo intentando estar de mala leche y por supuesto demostrarlo. Es como si el traje de temporada, el estampado de otoño o el largo de chaqueta se hubieran pasado también a la vida política, y por extensión mediática: la moda dicta lo que dicta, y si no quieres desentonar no te queda otra que sumarte a las tendencias. De hecho, cualquiera que aparezca por ahí con buen tono y buen lenguaje, con ganas de acordar y de buscar la conexión emocional, de inmediato es visto como alguien sospechoso, amén de blandengue, inservible para las refriegas del presente, que es lo que mola. Hay una pulsión global, que por supuesto suelen traer aprendida los asesores, que invita a manejarse en un lenguaje o bien intimidatorio o bien vacío de significado, según los momentos. La moda contemporánea prefiere lo elemental, lo básico, lo pueril, lo utrapragmático, lo superficial, todo eso que permite encontrar puntos para la discusión, como en los debates televisivos donde unos defienden lo blanco y otros lo negro.

Así las cosas, nada debe extrañarnos del panorama político. Sólo siguen la moda. Las tendencias de temporada. Sólo que la temporada ya empieza a ser un poquito larga. Los ciudadanos se sienten cada vez menos representados por la acción política, porque la perciben como una representación concebida para los decorados mediáticos o para las redes sociales. La realidad real se ha sustituido por un relato guionizado que tiene su encaje en los parámetros de la confrontación bajo los focos, donde las frases aprendidas se pronuncian con la entonación adecuada y provocan, de inmediato, el aplauso o el desprecio, sin término medio, como corresponde a este tiempo maniqueo.

El personal es invitado a sumarse a la estrategia, que divide el mundo en dos mitades, y a pronunciarse, mostrando sus adhesiones inquebrantables, como si la vida consistiera en elegir entre ‘like’ y ‘dislike’. Tal vez ya sea demasiado tarde para evitar esta trampa. Todo va enfocado hacia esta concepción simplista del mundo, evitando en todo lo posible la más mínima reflexión, la duda, la ambigüedad, proporcionándonos a cambio un listado de verdades incuestionables y absolutas, las doctrinas globales, cada vez más autoritarias, que nos alimentan. En el escenario, la política se ha convertido en un intercambio de golpes, en un cuerpo a cuerpo, que seguramente nos mantiene muy entretenidos (la política televisada, como forma de entretenimiento, está en auge), pero que se parece mucho a un combate interminable y, por supuesto, inútil.

La política se ha convertido en sujeto de sí misma. Contemplando la verborrea habitual, uno cree estar siendo alimentado con una sintaxis insípida que se hace bola de inmediato, imposible de tragar adecuadamente. La realidad real va por otro camino, pero lo que importa es que el relato continúe. Comida rápida para engordar el discurso de lo inmediato. Cuando el lenguaje empieza a ser mala calidad, liofilizado, repetitivo, cuando pierde su verdadero sabor, como algunas manzanas, deberíamos preocuparnos.

En todo esto pensaba el otro día contemplando el debate, o lo que fuera, entre Biden y Trump. Pero no es necesario irse ahí fuera: tenemos muchos ejemplos cercanos, y casi a diario. Ya digo que el lenguaje elemental y la lucha entre contrarios parece hoy una moda globalizada, una forma infantiloide de explicar el mundo y de vendérnoslo después a los demás. Es una moda barata, por ínfima, por la penosa calidad de sus materiales, pero una moda que muchos están dispuestos a comprar porque es cierto que no implica demasiadas probaturas, es puro ‘prêt-à-porter’ ideológico. Cuantos más estén dispuestos a pasarse a esa moda de lo superficial, cuantos más acepten el uniforme gris del mundo polarizado, tanto mejor para los que odian los matices, las ideas innovadoras e integradoras, la pasión y la compasión por los demás. Es decir, para los que preferimos vestir como nos dé la gana.

Creo que hay muy serias implicaciones en todo esto. Muchas pasan desapercibidas, porque la pandemia ha instalado ante nosotros una barrera de bruma y miedo que acentúa la confusión, que obliga a atender a lo inmediato, a lo doméstico, mientras las grandes ideas del mundo se alejan. Puede que un día encontremos todo tan vuelto del revés que ya sea imposible volver atrás. Naturalmente, el virus también nos ha llevado a la polarización, como todo en la sociedad actual. El relato, o los relatos, se han impuesto con miles de palabras y de cifras sobre el paisaje en el que habitan las personas. Pero la vida cotidiana es el manuscrito verdadero. Alguien será capaz de encontrar esos manuscritos anónimos bajo la hojarasca de frases hechas, bajo la granizada de los eslóganes, bajo la lluvia de los argumentarios.

La vida de los particulares es la que da carácter a las democracias. No la vida de sus líderes. El peligro de las democracias contemporáneas reside en la posibilidad de renunciar a la mirada múltiple y compleja, para aceptar, siquiera sea por agotamiento (pero, sobre todo, por miedo) un lenguaje de diseño, duro, concreto, torpemente mesiánico, un lenguaje que tiene alergia a la duda, a la compasión, que busca nuestro pronunciamiento pragmático, tantas veces acusatorio y juzgador, que hace suyo aquel viejo dicho que creíamos más cercano a la idea de la barbarie: divide y vencerás. Alimentar la división con las herramientas de la simpleza, ese es el comienzo del desastre.

El debate entre Trump y Biden tal vez nos avisa de la decadencia de la política. O de la decadencia en general. Contemplarlo producía desazón y confirmaba, desde luego, todos nuestros temores. Esa lucha en el barro, como algunos la definieron, es una plasmación de esta moda global que nos desalienta, de este peligro al que nos enfrentamos. La utilización de los resortes propios de las tertulias televisivas, o de los debates de la telerrealidad, se completa con la insistencia en frases breves, a la manera de mensajes o tuits, que, más allá de su veracidad, pretenden dirigirse a nuestra mente con un valor doctrinal, como una letanía que hemos de repetir y en la que hemos de creer. Sin olvidar, claro está, esa atmósfera de tensión y discrepancia, ese lenguaje permanentemente destructivo, que parece hoy el perejil de todas las salsas.
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