El último tren de la Hullera

Por Saturnino Alonso Requejo

20/07/2022
 Actualizado a 20/07/2022
locomotora-vapor-20-07-22-web.jpg
locomotora-vapor-20-07-22-web.jpg
Andaba por los 90 años bien llevados, y pasaba los inviernos en Bilbao con su hija Caya, que la traía bien vestida, bien comida y mejor tratada, como debe hacerse con una madre que lo ha dado todo por sus hijos.

Y ya conocía allí a unas cuantas amigas con las que jugaba a las cartas, les hacia trampas graciosas en el juego y se contaban unas a otras las peripecias de la vida pasada.
Pero, al llegar la primavera, a la abuela Dolores se le sentaba en el lado izquierdo del costado la añoranza de su huerto de Trascasa en Remolina. Que ya le pedía ser adecentado y plantado de todo tipo de verduras: las cebollas, los puerros, las lechugas, los surcos de patatas, las fresas orilleras. Y aquellos fréjoles que trepaban palo arriba buscando un cielo misericordioso.

Era entonces cuando a la abuela Dolores la asediaba la querencia, como a las fuentes que se deshielan, se tiraba de la cama al amanecer y le decía a su hija mientras desayunaba:

– ¡Hija, mañana Dios mediante, marcho pa Remolina!
– Pero madre, ¿cómo va a marchar usted sola?
– ¡Pues, hija, como siempre: en el tren de la Hullera!
– ¿Y de Cistierna hasta Remolina, que son más de 20 kilómetros?
– Pues andando, hija, andando como siempre, que tengo ese camino bien pateao de cuando iba al Mercado del Jueves a vender los quesos y los rollos da manteca. Y a comprar lo que me hacía falta en casa: unos kilos de arroz y de garbanzos, la cuajina para los quesos, el café, los paquetes de azúcar, las tabletas de chocolate, las alpargatas de esparto para cada uno, y algún retal para hacer las camisas y así.

Lo malo era cuando no vendía el género en Cistierna y tenía que largar a los pueblos de por allí con toda la mercancía a cuestas.

Lo peor era cuando perdía el Coche de Línea de Fernández y, ¡ala!: a pata hasta Remolina, que hay una buena tirada. Y alguno de mis rapacines, pues esperándome toda la tarde en las Conjas.

Era entonces cuando su hija Caya se las veía y se las deseaba para darle largas al asunto de la marcha. Que le decía:
– ¡Madre, dentro de unos días le toca descanso a José María y que nos lleve en su taxi!

Pero a la abuela Dolores Requejo se le hacía eterna aquella espera, porque el Huerto de Trascasa la llamaba a gritos todas las santas noches, como al camellero que busca un oasis en mitad del desierto.

Ya en el pueblo, acudía al huerto al amanecer, donde era más activa y misericordiosa que la presa de regadío.

Los domingos y fiestas de guardar, como no se trabajaba manualmente, se sentaba en el poyo de la puerta con el DEVOCIONARIO entre las manos: aquel librillo piadoso que había aprobado el Papa León XIII el 25 de enero de 1897.

Con este libro en las manos y en el corazón, ¡ala!: que si las oraciones de la mañana; que si el Angelus al mediodía; que si las oraciones de la noche; la vida y milagros del Santo del día; la buena confesión; la comunión; el Santo Rosario; la memoria de los difuntos y así.

Con todo esto y más, la abuela Dolores Requejo acabó más estropeada que el cucharón de madera de revolver los guisos.

Creo que ahora, después de tanto bregar, la abuela Dolores andará sembrando su huerto definitivo por la Vía Láctea.

¡Que así sea! Y que ¡DESCANSE EN PAZ!
Archivado en
Lo más leído