El último Romeo se llama Marcelino Sambé

Con motivo de San Valentín, este lunes Cines Van Gogh retransmite desde Londres el ballet de Kenneth MacMillan basado en Shakespeare, con la estrella portuguesa y Anna Rose O’Sullivan en el papel de Julieta

Javier Heras
14/02/2022
 Actualizado a 14/02/2022
Un momento del montaje de ‘Romeo y Julieta’ a cargo del Royal Ballet de Londres.
Un momento del montaje de ‘Romeo y Julieta’ a cargo del Royal Ballet de Londres.
Para celebrar el día de San Valentín, Cines Van Gogh acude al romance más célebre de todos: ‘Romeo y Julieta’. Este lunes 14 de febrero a las 20:15 horas desde Londres, las salas retransmitirán la obra maestra de Kenneth MacMillan. El Royal Ballet reúne a dos de sus talentos emergentes: la británica Anna Rose O’Sullivan (1994), premio Young British Dancer de 2011, y el portugués Marcelino Sambé (1994). A los galardones de la crítica en 2017 y 2019 suma el hito de ser el segundo bailarín negro –después de Carlos Acosta– que asciende al plantel de solistas principales de la compañía. En casi un siglo de historia. Sí, parece mentira.

Pocos éxitos se pueden equiparar al estreno de ‘Romeo y Julieta’ en 1965 en Covent Garden: 43 subidas de telón y hasta 40 minutos de aplausos. En cambio, MacMillan estaba furioso. Lo había concebido para los jóvenes bailarines Lynn Seymour y Christopher Gable, con los que trabajó durante cinco meses, pero la compañía impuso a una pareja más popular, Rudolf Nureyev y Margot Fonteyn. Aunque resultó un acierto comercial, provocó la marcha del coreógrafo a la Ópera de Berlín. Solo regresaría al Royal Ballet en 1970, tras la muerte de su mentor Frederick Ashton, al que sucedió en el cargo.

En todo caso, este título se convirtió en un clásico contemporáneo, y se ha representado en Londres en unas 500 ocasiones desde entonces. La tragedia de Shakespeare sobre los amantes de Verona había dado lugar a adaptaciones de maestros como Balanchine (Montecarlo, 1926), Serge Lifar (París, 1955), Alicia Alonso (Ballet de Cuba, 1956) o Lavrovsky, que en 1940 en el Kirov de Leningrado fue el primero en emplear la música original de Sergei Prokofiev.

El joven MacMillan mantuvo en su versión la extraordinaria partitura del compositor ucraniano. Famosa por la siniestra ‘Danza de los caballeros’, todavía impresiona por su expresividad, invención melódica y cambios de dinámica. La disonancia de la armonía y el predominio de las tonalidades menores contribuyen a un tono más bien oscuro, con temas muy dramáticos que subrayan el conflicto de trasfondo. Brilla tanto en las escenas contundentes –la muerte de Teobaldo–, lideradas por el peso de los vientos metales, como en las más delicadas, como la serenata 'Aubade'. La paleta de colores se enriquece con instrumentos tan inusuales como la celesta, el saxofón o las mandolinas.

En todos los compases está presente una variedad rítmica, una flexibilidad y una fluidez que demuestran que Prokofiev tenía clara una norma: esta música tenía que ser bailada. Su experiencia previa en la danza, junto a maestros como Diaghilev, Massine y Balanchine, se tradujo en un estilo percusivo, ágil y vigoroso, muy propio de alguien que había defenestrado el Romanticismo por dulzón. Sin embargo, el autor de ‘Pedro y el lobo’ sufrió el descrédito del Soviet, que lo calificó de «modernista degenerado» en el diario oficial, Pravda, y declaró su obra «imposible de bailar» por su complejidad rítmica y su extensa duración. El tiempo hizo justicia.

MacMillan estructuró su ballet en torno a los ‘pas de deux’ entre los amantes, emotivos, eróticos y exigentes en lo técnico: su primer encuentro, su declaración en el balcón, la despedida al amanecer, la muerte en la cripta, cuando él baila con el cuerpo inerte de su amada. Lo completó con vibrantes escenas colectivas, y detalló la evolución de Julieta. Empieza como niña obediente y crece hasta una mujer rebelde que toma todas las decisiones importantes, del matrimonio en secreto a la poción somnífera. Sus pasos también van reflejando esa confianza.

El escocés (1929-1992), creador de ‘Mayerling’ y último tótem de la escuela académica inglesa, comenzó aquí su ascenso. Rompió convenciones e hizo evolucionar la danza con sus personajes descarnados, su exploración del dolor y, sobre todo, con su naturalismo. Nada debía resultar decorativo; los bailarines no hacen poses ni saludan los aplausos. La propia Julieta no entra a lo grande, sino que llega al baile discretamente. Son dos figuras a merced de una sociedad patriarcal, empequeñecidas por los decorados de época, de Nicholas Georgiadis, que parecen cuadros renacentistas. Incluso su muerte es inútil, lejos del mensaje original de reconciliación de las familias.
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