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El último anciano

20/01/2019
 Actualizado a 14/09/2019
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Hace muchos años, nada menos que en enero de 1974, un grupo de jóvenes bercianos cumplimos una especie de locura: ir en el día desde Ponferrada hasta el pico de la Aquiana y regresar. Más de 50 kilómetros de cuestas arriba y abajo. Paliza heroica y juvenil que, después de salir del barrio de la Puebla de Ponferrada a las seis de la mañana, y de caminar durante ocho horas seguidas, nos dejó en la cumbre que domina el Bierzo. Desde allí Ponferrada era una plaza llana, rodeada de verdor y aturdida por las humaredas térmicas. Un lugar muy remoto, parecido a esos que uno ve en el mapa y a los que cree que nunca irá. Aunque los remotos éramos nosotros, que apenas pudimos estar un par de horas en lo alto de la montaña.

A las cuatro de la tarde, después de descansar un poco y de jugar en la nieve utilizando plásticos como improvisados trineos, iniciamos el regreso. Recuerdo que, muy extenuados, cenamos en San Esteban de Valdueza, y que llegamos a Ponferrada a las once de la noche, ya con la inquietud de nuestras familias sobrevolando la hora y el frío.

Habíamos visto muchos encantos de la naturaleza y el invierno. En mi caso, la vivencia que más me impactó de aquella jornada no fue la grandiosa geología del Bierzo más sagrado. Lo que más quedó en mí fue el anciano que era entonces el único habitante de la aldea de San Adrián de Valdueza. En la vertiente Este de un monte donde se asienta otra aldea, Santa Lucía, que ya estaba deshabitada por aquel tiempo, hace casi medio siglo. Como también lo estaba Ferradillo, no muy lejos de allí.

Ver a aquel anciano recortado en la pendiente, verle trabajar con sencillez y firmeza su pequeña huerta, fue pura emoción y también misterio. No podíamos imaginar entonces que aquel viejo era uno de los precursores de muchas otras personas, hombres y mujeres, que han sido los últimos o penúltimos habitantes de tantas aldeas leonesas, particularmente bercianas. Tierras de vida sepultadas bajo la maleza y el tiempo. Pero solo ahora, cuando ya vamos teniendo cierta edad, nos damos cuenta, con más fuerza, de la inmensa tristeza que ha de albergar quien perdió su aldea y su mundo. Una situación que en la juventud nos parecía borrosa ley de vida, y probablemente lo es; pero que ahora nos parece nítida ley de muerte. Y con todo, la vida sigue, como es natural, y con ella la provincia continúa su proceso de despoblación. Aunque perduren los héroes de la piedra, el aire y el agua. Y el fuego de su arraigo.
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