El tsunami de las migraciones llama a tu puerta

Por Valentín Carrera

12/11/2018
 Actualizado a 19/09/2019
Caravana de emigrantes en América Latina. | BBC
Caravana de emigrantes en América Latina. | BBC
Tranquilidad y mucha pedagogía. Las transformaciones profundas que anhelamos son de largo alcance, no llegarán mañana: no vamos a borrar de un plumazo la energía nuclear ni el petróleo ni el consumismo ni el capitalismo salvaje ni las estúpidas fronteras ni el mundo viejuno que nos rodea. Es hermoso soñar la utopía, pero es necesario saber no llegará mañana.

Millones de personas viven atenazadas por el miedo: miedo al futuro, al paro, a la enfermedad, a la pobreza, al dolor, al sufrimiento, al desamor, miedo a vivir…

El mundo feliz se sustenta en ese miedo; el Viejo Régimen es una máquina de producir miedo. Da igual la forma que adopte: gobierno policial, monoteísmo patriarcal, colonialismo supremacista; da igual el país: tanto monta, monta tanto, Trump como Aznar; y también la época histórica, pues la fábrica de producir miedo lleva siglos funcionando, desde que la Humanidad tiene memoria.

Nos sobrecoge el miedo al «encuentro con el otro», la más primitiva de las fobias, la xenofobia: es el Otro —el desconocido, el extraño, el inmigrante, el negrata o sudaca, el chino o el rumano— el que nos amenaza, el que nos va a quitar el médico, arruinar nuestra rumbosa seguridad social y dejarnos sin pensión y sin comida. Un dirigente insensato, cuyo nombre no merece ser citado, ha dicho que “nos están invadiendo millones de subsaharianos”. El miserable discurso del miedo.

Eso de subsaharianos es una estupidez, un eufemismo de moda, salvo que nos llamemos suprasaharianos los de la otra orilla del Mediterráneo. Y por desgracia tampoco vienen millones, lo que lejos de ser un peligro sería una bendición: la decrépita y corrupta Europa, y también USA, necesitan millones de inmigrantes jóvenes y sanos que regeneren el tejido social y laboral. En nuestros pueblos ya no queda gente ni para vendimiar. Se pongan como se pongan los predicadores del miedo, más pronto que tarde, viviremos nuevas invasiones de los bárbaros, es decir, de los extranjeros o extraños. De los Otros. Así ha sido durante cien siglos y ninguna concertina en Melilla va a detener la larga marcha de la Historia.

Si nos ceñimos a la península ibérica, repasando de carrerilla el bachillerato me salen celtas, íberos, luego celtíberos, fenicios, cartagineses, griegos, romanos, vándalos, alanos, godos y visigodos, árabes y judíos, moros y bereberes, vikingos, ingleses, franceses… todos estos pueblos han sido en cada momento “los Otros”, el invasor o el enemigo, pero todos llevamos parte de su sangre en nuestro ADN.

En el libro Encuentro con el Otro dice Kapuścińsky, citando a Lévinas: “¡Detente! Junto a ti hay otro ser humano. Ve a su encuentro, pues en ese encuentro reside la mayor vivencia, la experiencia más importante. Mírale a la cara. Él te la ofrece, y al hacerlo te transmite su ser. Más aún: te acerca a Dios”. Y prosigue la cita: “Lévinas va más lejos todavía: dice que no solo tienes la obligación de ir al encuentro del Otro, acogerlo y mantener con él una conversación, sino que también debes responsabilizarte de él”.

Frente al «encuentro con el otro», el discurso del miedo: paradoja de esta Europa oxidada que lleva veinte siglos considerando dios a un pescador de Palestina, hijo de un humilde carpintero judío. ¿De qué nuevos pescadores y carpinteros, huyendo del hambre en Etiopía o de la violencia en Gaza, nos andamos protegiendo?

La Declaración Universal de los Derechos Humanos proclama el derecho de cualquier persona a circular libremente, a entrar y salir de su país o elegir dónde vivir. No somos dueños de nada, ni siquiera de nuestras casas, que también se las llevará el tsunami climático, ¿o alguien cree que va a durar para siempre la casita de paja de los tres cerditos?

No somos dueños de España ni de Melilla ni de Europa ni de Estados Unidos, ¿quién es ese fascista de Trump para interponer miles de policías y alambradas, o nuestros ministros de Interior (?) para colocar concertinas en África? ¿En nombre de qué derecho usurpan una parte del planeta que pertenece por igual a los 7.000 millones de habitantes, a los que se fueron y a los que vendrán?

Lo hacen en nombre del miedo, del miedo al Otro, al desconocido que presentan como una amenaza. ¿Es un peligro para la humanidad la caravana de pobres de Honduras y Guatemala que pide pan y justicia a las puertas de México y EEUU? La verdadera amenaza es Trump, un déspota ignorante condenado al fracaso, porque ningún ejército y ningún muro podrán contener la marea humana, el tsunami demográfico que corre por las arterias del planeta desde la noche de los tiempos.

Mejor sería congraciarnos con el Otro, acogerlo, escucharlo y abrazarlo. Hace poco pasé una tarde en la iglesia de San Antón en Madrid, la del padre Ángel: un hogar abierto todo el año 24 horas del día, donde te recibe un negrito simpático, donde los necesitados pueden dormir, desayunar o tomar un caldo caliente. Y tal vez rezar. Sobre el altar, una frase del Papa Francisco pide abrir los templos, convertirlos en casas de oración y compasión. Pensé en todas las iglesias de mi pueblo, cerradas a cal y canto, no vaya a ser que roben el cáliz o las flores de plástico. No vaya a ser que se cuele dentro algún pobre pescador de Palestina. ¡Arriba las ramas!
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