18/10/2015
 Actualizado a 18/09/2019
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La novatada consistía en sacarnos a la calle, en fila india, de la mano, con los calzoncillos en la cabeza a modo de casco y sin saber muy bien hacia dónde nos dirigían. Desde mi posición se respiraba cierto nerviosismo, apenas llevábamos unas semanas fuera de casa y la procesión tenía más pinta de putada que de acto confraternal. Los veteranos parecían pastores trashumantes, los más exaltados dirigían el rebaño por delante mientras que un pequeño grupo de cabrones cerraba el desfile, asegurándose así que ninguna oveja se escapaba. A los lados se movían los indecisos, alumnos de segundo y tercer año que habían padecido el mismo ritual, pero que en esta nueva temporada se sentían parte de la tribu, más simpatizantes que militantes. Nos llevaron hasta la plaza Mayor entre cánticos, collejas y zancadillas para encontrarnos allí con decenas de comitivas como la nuestra. Dicen que pertenezco a una de las generaciones mejor preparadas de la historia de España, sin embargo, la sensación que tengo hoy recordando estas hazañas es la de haber hecho muchas veces el gilipollas, casi siempre en grupo, como esa noche. La vergüenza, al menos para mí, no duró demasiado. Llevaba un rato lloviendo y la muda mojada en la testa me auguraba el primer catarro del otoño, así que decidí quitármela. Al veterano que vigilaba mis movimientos no le gustó el gesto, a mí tampoco su amenaza. El posible intercambio de hostias entre ambos duró dos cursos enteros, el tiempo exacto que compartimos pasillos, comedor y patio. Las novatadas, veinte años antes y otros tantos después de las mías, existen, basta con remitirme a las últimas noticias procedentes del campus de Vegazana. La residencia de estudiantes en la que viví estos acontecimientos era conocida como ‘La Covacha’, estaba en la salmantina calle de Tavira, muy cerca del Tormes, y la dirigía Ismael Sánchez, un cazurro de La Ercina al que todos llamaban ‘El Truman’. La única condición que ponía el viejo para permitir estas ceremonias de bienvenida era que la manada regresara a sus dominios antes de las doce y que la guasa terminara en la calle. No guardo rencor a ese hombre, capaz de pedir a la policía un examen de huellas dactilares para descubrir al autor de unas pintadas o de pasear a un perro abandonado atado a una cuerda de tender la ropa. Nunca me gustaron las novatadas, soy más de hacer piña, la que creo hice con Miguel, Antonio, David, Roberto o Víctor en aquella fila india, de la mano, con los calzoncillos en la cabeza a modo de casco...
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