El tío Rojo y el tío Pericón hablan

Por Saturnino Alonso Requejo

Saturnino Alonso Requejo
31/08/2022
 Actualizado a 31/08/2022
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Es el caso, que andaban por Remolina, mi pueblo, tío Rojo y el tío Pericón. Venía calle arriba el tío Pericón y, al llegar a la puerta del tío Rojo, decía:

– ¡Eh-u!
Y el tío Rojo contestaba desde dentro:
– ¡Entra, Perico, entra! ¡Vamos a mojar las palabras!

Y se respantingaban los dos frente a la lumbre acogedora, en aquel escaño de roble que había soportado la pesadumbre de tantos antepasados, como si fueran dos patronos en la hornacina de una ermita.

El tío Rojo sacaba entonces de la carral una jarrica de vino tinto y, ¡hala!, una para ti y otra para mí.
Y a charlar de esto y de aquello y de lo de más allá, al amparo mismo de la devoción de la lumbre.
El humo de la pipa del tío Pericón, como si quisiera incensar las palabras. Que talmente parecía una homilía aquella conversación hija del vino y de la confianza mutua.

Y el tío Rojo..., pues a echar leños a la lumbre, que, ¡carájula!, se había puesto Dios a nevar con ganas, y el recinto de la cocina se iba poniendo entusiasmado como un templo.

¡Y otro tiento al jarro! Que el tío Pericón cerraba los ojillos en cada trago como quien reza jaculatoria o recibe comunión.
Y vuelta a la querencia de la charla, que era placentera como una majada, o como una hogaza de trigo encima de la mesa.
¡Qué bien se estaba allí, amparados por el regazo de la lumbre, la misericordia del vino y la ternura inmensa de la nieve, que se posaba sobre el mundo como una bandada universal de palomas!
Luego, llegaban las cosas y los acontecim
ientos del pasado en alas de la reminiscencia: esa celebración de la memoria, que Platón llamaba ANAMNESIS, para distinguirla del simple recuerdo sin importancia. Que era como si las cosas del pasado vinieran a sentarse junto a ellos y a calentarse en las mismas brasas. Como si las almas de los Manes acudieran entonces mismo a una celebración litúrgica.

– ¿Te acuerdas, Perico, de cuando mozos, allá en Tejerina? ¡Qué tiempos! ¡No se nos entrampaba nada! ¡Me parece estar oyendo aquellas rondas de las noches de sábado!
¡Cuánto hace de eso, carájula, cuánto hace! ¡Anda que no ha llovido!
– ¡Cómo no he de acordarme, Rojo, cómo no he de acordarme! Había una ronda que decía:
Ábreme la puerta, Lola,
que de noche vengo a verte;
ábreme la puerta, Lola,
sin ningún inconveniente.
Inconveniente, ninguno,
pero ya estoy acostada
y no tengo por costumbre
levantarme de la cama.
Si no tienes por costumbre
levantarte de la cama,
hazme, niña, este favor
que otro te haré yo mañana.
Los favores a deshora
yo a ninguno se los hago;
los favores a deshora
suelen dar mal resultado.
Con licencia de tus padres
y tu buena voluntad,
ábreme la puerta, Lola,
que te vengo a visitar.
Con licencia de mis padres
y tu buena voluntad,
el camino que has traído
te lo vuelves a llevar.

– ¡Oye, tú, que después bajó la moza, la Marceliana era, y nos dio una convidada cojonuda! Pero, ¡lo que son las cosas!, era la más rondada, y se quedó para vestir santos

Se acordaban de cuando bajaban a Extremadura con las merinas. Por la Cañada Oriental Leonesa, desde los altos puertos de Portilla hasta la Encomienda de los Bodegones, ¡que hay una tirada andando!, con los rebaños de la Condesa de Bornos.

– ¡Recrista, Rojo, que dábamos más patadas cañada abajo que los Patriarcas de la Biblia!
Recordaban aquella vez que, a causa de la niebla, se habían perdido en los pinares de Valladolid que llaman de Antequera. Y no fueron quiénes a salir de allí hasta que el tío Pericón, que tiraba de mansos, les dio suelta. Y ellos, los mansos digo, llevados de su instinto y querencia, los sacaron de allí en un periquete.
El tío Rojo decía entonces:

– ¡Carájula, Perico, los mansos son como las palabras que, a las veces, hay que soltarlas, aunque sea con vino, y ¡que tiren por donde quieran y nos muestren el camino que llevan dentro!
– ¿Te acuerdas Rojo, cuando en Mayorga cogíamos el Cordel de Salamanca?
– ¡Sí, hombre, sí! ¡Cómo no he de acordarme! ¡Qué vino nos daban en Toro!
– Pues en Vadillo de Guareña, en la Venta de Las Merinas, ¡menudas patatas con espinazo hacia la tía Evilasia! Contaban que machacaba el ajo con los dientes y lo esperriaba en el pote. Pero, ¡joder de dios, con las ganas que traíamos de comer caliente...!
– En Salamanca, teníamos la dormida en la campera del Puente Romano. Dejábamos al zagal al cuido, y nos íbamos a la Covachuela tomar unos vasos. Por la noche, cuando era estrellada y la luna se paraba arriba del todo, parecía talmente que la catedral se nos venía encima. Se te metía una cosa en los costillares que te hacía añorar lo que habíamos dejado aquí: la parienta, los hijos, estas montañas mismamente. 

Y recordaban también cuando el tío Pericón, que de aquellas era el Mayoral, quiso tirarse al Zujar, en La Serena, para salvar las merinas que se llevaba la crecida del río. ¡Que la Condesa misma tuvo que agarrarlo por la chaqueta de pana!

Fue entonces cuando el tío Pericón hizo ademán de levantarse. Pero el tío Rojo le tiró de la manga diciendo:
– ¡Quieto, Perico, quieto!, que «más apaga buena palabra que caldera de agua».
Porque aquellas palabras suyas eran como fomentos calientes para las heridas del alma.
Y así toda la tarde: dando vueltas y vueltas a los asuntos del corazón, como cuando se trilla la parva.
La ventisca había arreciado, y el mundo desaparecía como un grano de maíz bajo el ala espumosa de la nieve.
Al otro lado mismo de la pared, el rumio calmo de las vacas maternales. Que se oían sus respinchos lo mismo que el borbolleo del pote de arvejos que estaba arrimado a la lumbre.

Y aquel burro oscuro, Séneca se llamaba, el que durante tantos años había cargado con el viático del tío Rojo, desde Remolina a Extremadura, daba topadas en el pesebre como dando a entender que él también estaba allí.

Decía entonces el tío Rojo:

– ¿Te acuerdas, Perico, cuando pasábamos con los rebaños por delante de las tapias del cementerio de Cogeces? Que ponía a la puerta:
«PASAJERO,
AQUÍ TE ESPERO».
¡Carájula, Perico, que parecía talmente que lo decía por nosotros!
Y la lengua de la lumbre apuntalaba el callamiento.
Y el tic-tac, tic-tac del reloj de pesas balanceaba el tiempo como si fuera el cuerpo de un ahorcado. ¡O yo qué sé qué!
Fuera seguía nevando, como cuando una mujer arropa en la masera un escriño de harina fermentada. Era como si la Creación entera volviese a las Fuentes Originarias: la hogaza, la jarra, el escaño, el candil de aceite, el calendario amarillo con el santo del día, la lumbre, la cuchara, los recuerdos...
El tío Pericón se calentó las manos, y dijo:
– ¡Rojo, estas palabras nuestras están gozando de Dios!

Fue entonces cuando se callaron del todo, como dos costales de centeno arrimados a la pared de un portal.
Y las palabras del silencio daban gritos sin sonido bajo el chaleco de pana, en el amparo de la cocina, junto a la devoción de la lumbre, con la misericordia del vino, en el hueco profundo de la noche.

De haberlas conocido, hubieran dicho las palabras de Homero:
«Hay un tiempo para los largos relatos y un tiempo también para el sueño».
El tío Rojo y el tío Pericón nunca escribieron nada, a no ser alguna carta desde Extremadura. Pero eran dos poetas anónimos que fundaron el Mundo en la cocina de su casa.
Mientras ocurría todo esto, el tío Rojo y el tío Pericón iban atravesando la noche como dos caballos asturcones el vado de un río. Tal que dos venados el asedio del bosque.
Ellos ya alcanzaron la otra orilla del tiempo.

¡QUE EN PAZ DESCANSEN!
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