El tío Galbanas

Por Saturnino Alonso Requejo

Saturnino Alonso Requejo
11/12/2022
 Actualizado a 11/12/2022
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Cuando Sancho Panza contaba alguna historia sabrosa, comenzaba casi siempre así: "Érase que se era, el bien que viniera, para todos sea".

Pues érase un paisano de Riaño al que todos llamaban el GALBANAS, como se verá el por qué, y se apellidaba Sierra, porque algo se parecía al tronzador de hacer leña, que a lo mejor era porque tenía los dientes amarillos cada uno para un lado, igual que los rapacines que no van a la escuela.

Tenía por oficio y costumbre, el GALBANAS digo, hacer la Carretería a Tierra de Campos para surtir a la Montaña de todo lo necesario para vadear la invernia: trigo, aceite, vino, legumbres, arroz, chocolate, azúcar y así. Y tocino rancio para los que no tenían posibles para hacer la matanza en regla.

El caso es que, llegado el tiempo, el GALBANAS uncía las dos vacas, la Galana y la Montañesa eran, y, ¡hala!, carretera abajo, pendiente de que apareciera el autobús grandote de Fernández en alguna estrechura y se llevara por delante carro y carretero y aquella pareja de vacas buenonas, mandibles y más obedientes que dos Hermanas Legas del convento de Gradefes.

Aunque el tío GALBANAS no tenía escuela mayormente, era despierto por naturaleza y más trepador que las zarzamoras. Se había dado forma y mañas para que su hijo mayor, Acacio Sierra, tuviera letras, que hasta escribió un cierto librillo sobre algún asunto de por allí.

Como el GALBANAS se agarraba a un clavo ardiendo, se sabe que acarreó el material necesario para hacer el CANAL DEL CARES desde Caín a Poncebos. De Cistierna al Caserío de Pontón, con su pareja de vacas; y de Pontón a Caín, con una recua de burros sin esquilar y unos caballines menudos asturianos. Y así, hasta pie de obra.

Con tanto ir y venir, las alpargatas de esparto se le habían quedado en las suelas, lo mismo que aquellas de su vecina, la tía Descalza, que era tan pobre que calzaba las madreñas a pelo, sin escarpines ni alpargata alguna.

En una de estas Carreterías que digo, le sucedió al GALBANAS que se le echó la noche encima bajo el Puente Colgante de Las Conjas, tendido por los de Remolina, que se cimbreaba sobre la Calzada Romana y el río Esla lo mismo que un peligro.

El caso fue que siguió llamando a su pareja a toda prisa, a fin de hacer la pernocta en alguna cuadra de Huelde.

Metido ya en el establo vacío, cenó el rescaño de pan que le quedaba y el poco fiambre que traía en la fardela. Y, rezadas las oraciones de costumbre y hecho el PORLA «desde la frente hasta el pecho, desde el hombro izquierdo hasta el derecho», acomodó la dormida encima de un arcón de roble del que se había apoderado la polilla. Y puso por almohada las melenas sudadas y olorientas de las vacas. Y, muy cansado, se puso a roncar como el puchero del cocido a la lumbre. Y soñó que estaba acostado con una rapazona cabrera de Caín, más movida que una presa de regadío.

Ya amanecido, entró en la cuadra un rapacín con legañas y mocos colgones que le afeó duramente el hecho de estar acostado encima de aquella arca en la que reposaban allí dentro los restos de su abuelo difunto.

Como el GALBANAS se tirara de un salto del camastro, el rapazuelo le contó que su abuelo difunto descansaba allí dentro porque el Esla venía tan crecido que no habían podido llevarlo al cementerio que estaba al otro lado del río, bajo la Peña Las Pintas, y un poco más abajo de la tasca de Nicasio. El puente de madera se lo había llevado la riada.
Como el rapacín aquel, Teodomiro se llamaba, era más misericordioso que un pozo de desierto, le preparó un desayuno de café con leche y tajadeo, capaz de resucitar a un muerto.

Fue entonces cuando el GALBANAS le contó lo de aquel viudo de Riaño que tenía una piara de rapacines mayor que la de una jabalina. Y pasaban más hambre que los cardos de rastrojera. Y sucedía que, cuando se sentaban a desayunar, el padre les decía:

– ¡No tengo nada de comer! ¡Os daré a cada uno una perrina y en paz!
Y, a la hora de la cena, les espetaba:
– Si queréis cenar algo, tenés que devolverme la perrina. Y así un día y otros, con más esperanzas que tajadas.
¡Oye, tú, que por las calles tenían que arrimarse a las paredes para que no les llevara el aire que soplaba desde el púlpito de los Picos de Europa!
Enterados los mozos de Huelde del tema de la dormida, esperaron al GALBANAS a la hora de marchar para ‘palparlo’ a lo grande.

Fue entonces cuando el GALBANAS, que tonto no era, se hizo el loco y unció la pareja de vacas una mirando ‘pa lante’ y la otra mirando ‘pa tras’.

Los mozos burlones soltaron la carcajada, y el GALBANAS se libró de una buena paliza.

Si le apodaban el GALBANAS era porque, por no limpiar la cuadra, sacaba las vacas a cagar en la calle. Y porque él mismo meaba y se la sacudía contra la pared de cualquier vecino. Y, si alguien le afeaba la mala costumbre, respondía:

– ¡La iglesia y la calle es de todos! ¡Cada quisque mea donde y cuando le entra la necesidad!

¡Ocúpate de lo tuyo, que tienes la bragueta como un casparón donde se puede chiscar la cerilla para encender el cigarro!

Así terminó el GALBANAS: pobre, solo y con más averías que unas madreñas terninas.

Aquí termino, porque se me han ido las cabras demasiado lejos por estos andurriales.
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