21/02/2019
 Actualizado a 15/09/2019
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Dicen los que saben de estas cosas, que la verdadera revolución de la teoría de la relatividad fue tener en cuenta el vector ‘Tiempo’. Einstein, que seguramente estaba más loco que una cabra de los Pirineos, intuyó que la masa y la velocidad eran, sin duda, muy importantes, pero se debió de dar cuenta de que todo sucede en un instante, o sea, en un tiempo. De ahí han surgido multitud de teorías sobre la posibilidad de viajar hacía un momento pasado o futuro, dando lugar a muchas películas, por demás apasionantes, de ciencia-ficción. A uno siempre le han encantado y siempre ha soñado en ser uno de los esos viajeros. No negareis que sería extraordinario navegar a bordo del ‘Enterprise’ y visitar, recorriendo el espacio y el tiempo, a nuestros antepasados y advertirles que la estaban cagando; que se dejasen de tonterías y de fomentar la avaricia y la lujuria, (pecados capitales por los que siempre se han guiado los hombres), y fuesen, sobre todo, solidarios entre ellos. Una forma, mucho más moderna, de ‘Ministerio del Tiempo’, y más cómoda. También me puedo ponerme pedante y ñoño y largaros un discurso sobre la futilidad del tiempo, lo corto que se nos hace con el paso de los años, ese instante que todos recordamos cuando nos declaramos al que iba a ser el amor de nuestra vida y duró justo lo que dura duro...

Aún siendo cierto todo lo escrito, la verdad es que me importa un pito. El tiempo, a lo largo de la historia, ha sido fundamental para el hombre. Existe una ley no escrita que nos dice que, a medida que sea más grande el lugar donde habites, más importante será. Lo que quiero decir, es que el tiempo en los pueblos siempre ha sido algo relativo. En los pueblos, hasta antes de ayer, la gente se levantaba con el sol y se acostaba con él. Todo lo que tenía que hacer, cazar, cultivar, comer o dormir, estaba dirigido por la luz o por su falta. Nadie, en su sano juicio, quedaba con alguien «a las diez y veinte». Simplemente, cuando le parecía que el sol estaba cerca de su cenit, se acudía a la cita. Los minutos y los segundos no importaban. Tan es así, que en mi pueblo, que tenemos una imaginación desbordante, se puso un mote a un vecino, Teyo ‘Minutos’, el padre de Teyo ‘Blancanieves’, porque debió ser de los primeros en comprar un reloj de bolsillo y cuando alguien le preguntaba, «¿Qué hora es, Teyo?», el siempre respondía: «las ocho y trece minutos».

A principios del siglo pasado, mi pueblo compró un reloj para la torre de la iglesia. Fue muy importante, por lo menos para mi familia, porque sirvió de referencia para que mi bisabuelo diese con el pueblo. Le habían dicho, «no tiene pérdida. Vegas es el único pueblo que tiene reloj en la torre». Así, con estas señas, lo encontró y trajo a toda la prole, mi abuelo incluido. El reloj de la torre no era esencial en si mismo, ya que sólo se veía si ibas a la plaza. Pero se escuchaban sus campanadas y eso empezó a marcar la vida de todos. Les marcó la vida cotidiana, cuando se abandonaban las tareas del campo para ir a comer, cuando pasaba el coche de línea, cuando empezaba el baile el día de fiesta...

Ahora, la Junta Vecinal, ha comprado un reloj digital, de esos que también te dicen la temperatura que hace. Lo han colocado en el depósito de agua, un telar que está también en la plaza. Por lo visto no falla nunca, ni se adelanta ni se atrasa. Pero no da las horas, con lo que, bajo mi punto de vista, lo convierte en una estupidez. ¿Para qué demonios se necesita mirar al dichoso reloj si todo el mundo tiene, hoy en día, uno de pulsera o un teléfono móvil que, cuando lo enciendes, lo primero que te dice es la hora? Ese digitrómetro ha costado mil doscientos pavos de vellón, una pasta, se mire como se mire. Arreglar el de la torre, el que toca, por lo oído, cuesta mil cuatrocientos. Se le tendría que abrigar, para que no cogiese frío, no tengo claro como. Ahora, a día de hoy, el pobre anda muy malamente. Se atrasa, se adelanta, va a su bola. No quiero criticar a los de la Junta, sobre todo porque son mis amigos, y sé que lo han hecho con toda la buena fe del mundo, pero, simplemente, en este caso no han acertado. En el último concejo, nos informaron que el pueblo tiene en el banco una pasta gansa. Uno dijo, entonces, que un organismo público, sea el que sea, no puede tener beneficios o dinero parado en el banco. Tampoco pérdidas, claro. El Presidente me respondió que estaba en ello, y me alegró saberlo. Hay que invertirlo en conseguir que los lugares no se queden más vacíos de lo que están. Se tiene que gastar en cosas que reviertan en la gente, algo que les haga la vida menos dura de lo que es en si misma. Se tiene que gastar en arreglar los caminos, en las fiestas, en una juerga, si viniese al caso; o en excursiones, como las que organizaban las madres Ursulinas... Salud y anarquía.
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