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El tiempo entre huracanes

25/09/2017
 Actualizado a 07/09/2019
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De un tiempo a esta parte los informativos, y también los periódicos, vienen preñados de huracanes, tornados y terremotos. No es que antes no los hubiera, naturalmente, lo que sucede es que ahora todo lo que sucede (salvo lo que nos está vedado conocer a la mayoría de los mortales, que no es poco) aterriza instantáneamente en nuestro salón, en nuestro móvil, en nuestras redes sociales, o en cualquier pantalla de las muchas que nos acechan por doquier. Sobre todo si se trata de alguna mala noticia. Las buenas aparecen mucho menos, eso si llegan a abrirse camino en el lodazal contemporáneo, quizás porque lo malo siempre genera más morbo, más miedo y más alarma. Y vivimos un tiempo proclive a las alarmas, reales o inventadas, que de todo hay.

Por supuesto, no tengo nada en contra de esas noticias que nos informan de los seguros efectos del cambio climático, pero creo que deberíamos hablar bastante más de los causantes, de los gobiernos que se pasan por el arco del triunfo los graves problemas derivados del abuso de la naturaleza. Mucho hablar de lo que nos ocurre y muy poco de los que, con su irresponsabilidad o con su estupidez, contribuyen a que nos pase. Por si fuera poco, muchos de los países afectados por este sindiós climático en el que nos encontramos son débiles, o tienen problemas estructurales, con lo que los efectos se multiplican, y también las injusticias. Pero como la naturaleza no conoce fronteras ni divisiones (eso sólo nos pasa a los humanos), también países muy avanzados como los Estados Unidos sufren el impacto de huracanes y tornados, serias inundaciones y destrucción notable de sus infraestructuras, por lo que me resulta difícil entender que todavía haya una masa notable de personas en ese país que apoye el brutalismo ignorante y recalcitrante de su presidente, algo ya sobradamente comprobado, no sólo en ese campo, sino prácticamente en todos.

El grave deterioro del planeta es consecuencia, en gran medida, de nuestro egoísmo y de nuestra avaricia, de la destrucción sistemática de los recursos, de la contaminación sin freno. Por no hablar de la estupidez en otros terrenos, una estupidez que, al parecer, va en aumento, sin que podamos hacer nada por evitarla. Porque es verdad que produce gran decepción que enormes masas de personas se decanten, quizás como resultado de algunas frustraciones, por políticos surrealistas y nocivos para sus propios intereses, como es el caso evidente de Trump, aunque no sólo (ojalá fuera el único). Y decepciona también que, en una sociedad aparentemente tan informada, hayamos caído en la superficialidad, en el eslogan, en la frase hecha, en el maniqueísmo, en la ausencia de matices. No sé si tiene que ver con la pérdida progresiva del hábito de la lectura, con el desprestigio cotidiano de la cultura y del pensamiento complejo (una ciudadanía poco profunda es mucho más manejable por poderes y mercados, así que saben muy bien lo que se hacen), lo cual suele resultar en la diseminación constante de frases breves, siempre envueltas en ese aire de sentencias salomónicas, sobre todo a través de las redes. A menudo se trata de una filosofía de cuarta regional. Hay que volver a la cultura de verdad, no al pensamiento de usar y tirar, el pensamiento prêt-à-porter, basado en eslóganes tan polémicos como falaces. Bueno, a veces también ridículos. Trump podrá ser un político nefasto, pero sí conoce cómo ha de hablar a sus seguidores: lo hace cada día, alimentando con sumo gusto esta superficialidad con la que a buen seguro se identifica, un territorio cómodo en el que se mantienen a flote tantos políticos mediocres. Y gracias al que crecen sin cesar no pocos sembradores de odio.

Lo peor de esta coyuntura histórica (llevamos casi dos décadas del siglo XXI, grises y decepcionantes, pero muy buenas, por ejemplo, en el ámbito de la ciencia) reside en esa peligrosa combinación entre el planeta dañado, la naturaleza herida, y la aparición de políticos que, por intereses electorales o por ignorancia, o por ambas cosas, regresan a planteamientos autoritarios, caducos y, a menudo, vergonzantes, en sus políticas. Es una combinación explosiva. Una de las preguntas, seguramente retóricas, que más leo estos días en la prensa, española y extranjera, es «¿cómo hemos llegado hasta aquí?», y, aunque la he visto aplicada, por ejemplo, al problema de Cataluña, es una frase válida para otras muchas situaciones. Es una frase que anuncia confusión y desasosiego. Es una frase que anuncia huracanes y tornados en nuestras vidas. Aunque no sean los que se generan en el Caribe. Imagino que lo mismo ocurrió cuando se diseminaron los fascismos por Europa, y acabamos en la Segunda Guerra Mundial. Si la ciudadanía siente que no puede controlar el vértigo de la historia, ni siquiera las decisiones de los políticos que ella misma ha elegido, sin duda tenemos un problema.

A menudo se nos repite que todo tiempo pasado fue peor y que nunca hemos tenido tantas posibilidades de mejora, ni el mundo ha sido tan habitable como lo es ahora. Tal vez sea cierto. Nada más lógico, en una especie como la que gobierna este planeta, que presume de ser innovadora e inteligente, que evolucionar hacia un mundo mejor. Pero cada día tengo más dudas al respecto. Es verdad que la ciencia avanza que es una barbaridad, y que pronto alcanzaremos, parece, otros mundos (me temo que nos van a hacer mucha falta, como dice a menudo Stephen Hawking), es cierto que se lucha contra la desigualdad, el hambre y la pobreza (aún a años luz de solucionar cualquiera de las tres, pero mejor que en otros tiempos, claro), es cierto que hay zonas del planeta donde la democracia nos asegura, al menos de momento, una vida estable en la que predominan, también de momento, políticas más o menos razonables. No resulta difícil admitir esto desde Europa, el mejor proyecto político quizás en siglos, a pesar de todas sus debilidades y de todos sus errores. Pero tampoco resulta difícil admitir que las amenazas y las frustraciones se han multiplicado en los últimos años, y no todas vienen de fuera, ni mucho menos, sino que nacen en nuestra propia clase política.

La coyuntura global de los últimos días no invita al optimismo. La tensión internacional es evidente, y, por si fuera poco peligrosa esta coincidencia de algunos líderes de dudosa capacidad y conocimiento, por si supusiera poca amenaza este nuevo tiempo de superficialidades e inconsistencias, lo cierto es que nos encontramos con un planeta que afronta graves problemas vinculados a los cataclismos naturales y al cambio climático. Vivimos una modernidad muy frágil, que camina sobre las ascuas de un conflicto nuclear, sobre la inseguridad del terrorismo, sobre la endeblez de algunas economías, sobre el fin de ciclo en el apartado energético, etcétera. Muchos asuntos de gran envergadura que no pueden dejarse en manos de irresponsables o ignorantes. Y, mucho menos, en manos de tiranos. Los ciudadanos tenemos la palabra, porque sólo la gente anónima puede realmente poner freno a este declive, lento pero seguro, hacia el desastre. El empoderamiento ciudadano pasa por asegurar políticas activas que eliminen los elementos que atentan contra la modernidad. El conocimiento, la educación y la cultura son las únicas armas a nuestro alcance para revertir los destrozos constantes del brutalismo político. El futuro sólo se puede asegurar desde la flexibilidad y el diálogo en todos los terrenos, pero siempre bajo la premisa de que nadie es más que nadie. Las ideas de superioridad envenenan la vida de la gente, y están en el origen de la mayoría de los conflictos. Aprendamos a reconocer las falacias, las posverdades o las mentiras. Este juego perverso por confundir lleva demasiado tiempo en marcha, y el ciudadano, en no pocas ocasiones, es utilizado sibilinamente como moneda en el juego político. El pragmatismo del brutalismo no quiere análisis profundos ni opiniones fundamentadas, sólo decisiones urgentes y elementales, ajenas a la complejidad de la existencia. No renunciemos a las utopías, pero tengamos cuidado con los nuevos mesías, con los que nos quieren convencer de que el mundo o es blanco o es negro y, sobre todo, con los que nos quieren obligar a elegir a la fuerza entre uno u otro, como única protección ante los huracanes de la historia.
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