31/10/2015
 Actualizado a 16/09/2019
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Te sientas, al abrigo de una pequeña mesa cuadrada de madera veteada, en una especie de nave industrial, con reminiscencias de la revolución del siglo XIX. Techos altos, grandes tuberías que los decoran. Un panel ilumina con bombillas, estilo camerino, el nombre del local en cuestión. Alguna caña de bambú que suelta espigas que cosquillean tu nuca, o el mismo plato. Gente guapa, colas para entrar, sin posibilidad de reserva para un sábado hasta dentro de un mes. Los camareros corretean con aire de superioridad gracias a sus camisas vaqueras y sus pajaritas a juego. Alguno de ellos piensa firmemente que te está haciendo el favor del siglo permitiendo que estés en su bar, perdón, gastrobar. Piensa, efectivamente, si eres lo suficientemente bueno (y guapo) para apreciar lo que allí está a punto de pasar. Una experiencia sensorial, gustativa, olfativa y visual, incluso sonora (escuchar el crujir del pan de pipas es todo un mundo) embargará tus sentidos. Llega la carta: tataki, tartar, tempura, templado... las cuatro T salen a cada instante; junto a ingredientes como cúrcuma, algas, eneldo, kimchi, yuzu o jengibre. También ceviche, gasificación o liofilización abruman mi capacidad de comprensión, por no hablar del kobe, el wagyu, la picanha, el pez mantequilla, el black cod o el ya imprescindible atún rojo. ¡Coño! Animales todos que parece que pastan por los campos de Castilla, debe ser eso. No hablaremos, claro, de todos aquellos ingredientes que dicen forman parte del plato pero que luego ni están, ni saben, ni se les espera. Tiraditos de kobe con aroma de almendras y braseados en jugo de lima. Olé. El aroma ya no salió de la cocina y la lima fue para el gintonic de la mesa de al lado. Y así estamos. Lo difícil es encontrar un sitio para comer que no sea así hoy día. Evidentemente no en todos es igual. Los hay muy buenos... pienso en el Becook de León (gracias Susana Martín). Pero muchos de los que este autor ha probado saben a mentira, a postureo... a una perniciosa sensación de felicidad irreal, que pretenden tengas mientras estás allí, antes de volver a tu mierda de vida, y ver tu nevera de nuevo. Eso sí, malas digestiones no tienes porque sales del restaurante con hambre, y con la sensación, una vez analizado el gasto, que has pagado una pasta por ese pedacito de atún en un plato en el que podría entrar el bicho entero...y el pesquero que lo trajo. Por eso quiero hoy lanzar una gran cuchara al aire por todos esos restaurantes que mantienen la tradición del buen comer, del yantar. Que no utilizan otra cosa que productos sabidos y consabidos, pero de la tierra, y de calidad. Ese aroma a comida casera es algo que se está perdiendo y es una pena. La gente prefiere la tontería a la buena comida, y uno empieza a estar harto. Las ciudades se llenan de estupidez culinaria y vuelven a ser los pueblos los que ponen el gusto real de esos pequeños placeres de la vida. Hace unos días pensaba en todo esto mientras devoraba unas setas en El Comedor del Monte, en Tabuyo. Los judiones, la carrillera de ternera, el pollo de corral con almendras, los buñuelos de boletus, los puerros, la mouse de frambuesa. Espectacular. Productos que saben, que te hacen pasar un buen rato, sin tener que poner sound beat por los altavoces y sin que un camarero pedante te diga los 1.500 ingredientes con los que te van a conquistar el paladar. El bar Manolo, en Montealegre, con sus sopas; la Venta de Goyo, en Valdespino, con sus chuletones; la Taberna de Gaia, en Foncebadón, con sus platos hechos con media hogaza de pan; el Mesón Santiagomillas, donde una tortilla y una ensalada adquieren su máxima expresión. Y tantos y tantos más que adornan la provincia a lo largo y ancho. Háganme caso, dejen por un día el tataki y coman algo bueno, vuelvan a sus orígenes culinarios. Llenen la cuchara por una vez hasta los topes, y degusten algo que sepa, huelan algo que huela. Ya habrá tiempo de volver a la lima y el yuzu, y a toda esa felicidad que nos venden a 14,50 el plato.
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