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El síndrome Tamames

05/03/2023
 Actualizado a 05/03/2023
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Siempre hay alguien mirando. En Marruecos los horizontes están siempre poblados, aunque en un principio no lo parezca. Puedes estar en el desierto, en el Atlas, en una playa o en la carretera más remota y retorcida, puedes sentirte solo y puedes sentirte lejos de todas las miradas pero, al rato, cuando has conseguido ser una parte más del paisaje, como un cazador esperando por una presa confiada, empiezan a surgir siluetas que no habías visto, que estaban ahí, lejos de todas partes, haciendo la nada.

El problema es que en Marruecos, en España y probablemente en todas las partes del mundo hay determinados trabajos que no se diferencian muy bien de estar haciendo la nada. Hay que saber hacer la nada con arte, dejar que la nada te rodee pero que no entre en tu cabeza, que la gente, por tu actitud, tenga claro desde el primero minuto si estás aburrido, estás parado o estás jubilado. No todo el mundo vale. En León, por ejemplo, tenemos tantos jubilados que podríamos crear nuestro propio centro de interpretación, para clasificar sus diferentes estatus, sus necesidades y sus potencialidades. Quizá era eso lo que en un principio iba a ser la Ciudad del Mayor. Aunque, en realidad, quizá sea en lo que se ha convertido, lo que se esconde bajo un nombre tan pomposo como Centro de Referencia Estatal de Atención a Personas en Situación de Dependencia. En cualquier caso, lo que está claro es que pugna por el título de proyecto más vergonzoso de la historia de esta provincia, pues tardó casi dos décadas en ponerse en funcionamiento (tanto que a nuestros propios políticos, tan dados a la foto y las redes sociales, les dio vergüenza inaugurarla), lo que le otorga el segundo puesto del ranking por detrás de nuestra indudable plusmarquista del bochorno de la administración: la Variante de Pajares y sus filtraciones.

Tenemos tantos jubilados que, aquí, lo de crear una ‘zona 30’ es prácticamente una redundancia. Tenemos jubilados de todo tipo, activos y pasivos (con perdón), meticones y ausentes, lúcidos y gagás, jubilados que están en lo mejor de su vida, que empiezan a rejuvenecer en el justo momento en que empiezan a cobrar la pensión, y jubilados achacosos a los que todo el mundo les recuerda cada día que, si les jubilaron, por algo sería.

Los más odiosos, para mí, son esa especie que lleva dando la turra a todo el que quiera escucharles desde hace décadas hablando del día de su puta jubilación, de lo que han cotizado y lo que han dejado de cotizar, de lo que les quedará o lo que les deja de quedar, gente que te hace partícipe de su cuenta atrás laboral sin que se lo hayas pedido y sin que te lo expliques, hasta que un día te das cuenta de que, en realidad, lo que quieren es despertar un poco de envidia. Pero son, por lo general, prejubilados mentales, gente tan triste que, cuando lo han conseguido, cuando al fin logran que te compares con ellos y pienses, para tu desesperación, en todo lo que a ti te queda por delante, te saltan: «Yo la verdad es que al final no sé si me jubilaré. Total, ¿qué hago en casa?».

Hay también personas que no se deberían jubilar nunca, virtuosos de lo suyo a los que tiempo no les ha dejado más que sabiduría, que demuestran que la lucidez rima también con la madurez y que son insustituibles por muchos grados, postgrados y másteres que traigan encima los que les quieren dar el relevo.

Con ese panorama, y siendo como es la política un reflejo de la sociedad de cada momento, aunque a veces parezca lo contrario, llega el momento de confeccionar las listas electorales, que últimamente parece que, en lugar de lo mejor, sacan lo peor de cada partido, de cada ciudad y de cada pueblo. En ese baile, en esta provincia, siguen jugando un papel determinante los jubilados. Los hay que nunca habían participado de ese circo y que se lanzan a él como quien busca nuevas aficiones, algo con lo que llenar su tiempo, y nos dejan la tranquilidad de que, en su caso, no están persiguiendo enriquecerse ni medrar en lo personal o en lo profesional, sino que sólo han podido ejercer su vocación de servicio público cuando su vida se lo ha permitido. Pero hay otros que llevan mucho tiempo ahí, en algunos casos desde que llegó la democracia a este país, y nunca les parece buen momento para dejar paso, como si el mundo, o su ayuntamiento, se fueran a caer sin su presencia. Así vemos, en muchos pueblos, listas que prometen renovar la ilusión del electorado con candidatos cuasi nonagenarios que, en algunos casos, parece que ya nacieron siendo alcaldes o concejales y, en otros, que deciden intentar volver para disputar sus particulares prórrogas, después de haber ocupado ya el cargo, mejor o peor, y de haberlo tenido que abandonar porque así lo decidieron sus votantes, para asumir así el riesgo de hacer el ridículo y emborronar el papel que para ellos había destinado la historia local. Es lo que se podría definir como el ‘síndrome Tamames’.

La política, en esta época, se parece más que nunca a una esparcidora de abono. No entiende de ideologías ni de edades. La juventud, como se ha demostrado, no garantiza nada, no es ningún valor en sí misma y menos aún en la gestión pública, pero parece más indicado asumir el riesgo de que dirijan nuestras instituciones jóvenes que se creen que el mundo les pertenece y que se lo van a comer, que ya se les atragantará, antes que veteranos políticos criados en el caciquismo que, en realidad, lo que creen que les pertenece, eternamente, es el poder.
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