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El síndrome de resignación

19/05/2018
 Actualizado a 18/09/2019
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Hace unos días, leí un durísimo reportaje sobre lo que se ha llamado el ‘síndrome de resignación’. Cuenta cómo decenas de niños refugiados que viven en Suecia caen en una especie de coma, traumatizados por las penurias pasadas y abrumados ante la posibilidad de no lograr asilo y tener que volver a sus países.

Esta circunstancia se conoció gracias a un trabajo de la periodista estadounidense Rachel Aviv para The New Yorker. En él hablaba de Jeneta, una niña kosovar de doce años que lleva dos años y medio en este singular coma, alimentada por una sonda nasogástrica. Su familia solicitaba asilo político. Cuando el permiso de residencia fue denegado, su hermana mayor, Ibadeta, dejó de andar y, unos días después, ocupaba una cama junto a la de Jeneta. Las dos inmóviles, ausentes, destrozadas en plena adolescencia. La foto de ambas, del sueco Magnus Wennman, acaba de ganar el World Press Photo y es tristísima.

No hay muchas palabras que odie tanto como la elegida para nombrar este síndrome: resignación. Es la que usa mi abuela, niña de la guerra, para marcar a fuego lo que cree que no se puede cambiar. «Hay que resignarse», dice. Y existen otras variantes, que todos hemos oído -e incluso dicho- alguna vez: «hay que conformarse», «las cosas son como son» o «es lo que toca». Es una forma de renuncia que me subleva; una derrota, sea grande o minúscula, aceptada antes siquiera de una pelea en condiciones.

Pero conjugar ese verbo: «yo me resigno, nosotros nos resignamos» no es sencillo. Esta semana, los palestinos lo han vuelto a demostrar: no se resignan a estar cada vez más arrinconados por algunos israelíes que poseen los recursos y los contactos y no dudan en usarlos sin ninguna proporción: sesenta muertos y más de 2.700 heridos en la frontera de Gaza son la trágica prueba.

Mucho más cerca, tenemos tantas muestras de resignación -que creo que conduce a la melancolía aguda, como se ve en Suecia- como de gente que no se baja del ring. En esta provincia, un ejemplo de lo último es el mantenimiento de la memoria del Riaño sumergido y de los pueblos ahogados por el embalse del Porma. Y es que resignarse no es tan fácil.
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