jose-antonio-llamasb.jpg

El síndrome de la fragilidad

22/04/2019
 Actualizado a 14/09/2019
Guardar
El cronista no conocía el sur, y, viéndose aquejado por ciertos síntomas del llamado síndrome de la fragilidad, se decidió a pasar unos días por tierras de Málaga, Granada y Córdoba, especialmente por los alrededores de Sierra Nevada, la Alpujarra, y la costa subtropical (Salobreña-Motril) buscando afanosamente al profesor de la Universidad nazarí de Granada, Don Francisco García Mereno, que acaba de inventar una pulsera y un reloj capaces de combatir eso que no te deja disfrutar de la realidad.

No lo encontró. Pero como llevaba consigo el reciente y extraordinario libro de nuestro Julio Llamazares sobre las catedrales, titulado ‘Las rosas del sur’ que completa al anterior ‘Las rosas de piedra’ que son las del norte, pudo convalidar un cursillo visitando las joyas catedralicias de Málaga, Córdoba y Granada, y también la Alhambra, la Mezquita, el Museo Picasso y un sinnúmero de paseos con estampas más hermosa cada cual. Se obró el milagro. Sin pulsera ni reloj desaparecieron los síntomas del síndrome de la fragilidad. La terapia funcionó. Y es que, al parecer, para un norteño, no hay nada más excitante que viajar al sur.

Lo que pasa es que lo de la España, interior, vacía se comprende allí con toda claridad. Desde las faldas de los dos picos más altos de la Península, el Veleta y el Mulhacén, de casi 3.500 m. de altura, hasta el mismo mar, todo es una sucesión de laderas cultivadas, limpias, con acequias para el riego y casa blancas esparcidas aquí y allá. Amén de los olivos, las papayas, los aguacates, los mangos, las chirimoyas y la vid han sustituido a la caña de azúcar y al tabaco y, junto con el turismo, su fuente de ingresos principal, han dado como resultado una sociedad muy diferente a la nuestra sin aprovechar.

Los síntomas más frecuentes de la fragilidad son, al parecer, la disminución de la resistencia y las reservas fisiológicas, lo que aumenta la vulnerabilidad. Y la edad, que no perdona, también tiene mucho que ver. Así que el cronista se volvió sin pulsera y sin reloj, y harto de la matraca de las procesiones y los zapateados flamencos en el Albaicín; pero con la mirada limpia de observar el infinito horizonte del mar, de ‘su’ mar, aquel que hubo de abandonar un día para regresar a su tierra ‘vacía’ en busca de una cura para otro síndrome igualmente letal: el síndrome de la patria de la niñez, para el cual no existen pulseras ni relojes, ni inventos de profesores de universidad.

Ah, y sentado en un banco de Granada, de su Granada, García Lorca, se dejó fotografiar.
Lo más leído