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El sí y el no de los libros

15/09/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Camilo José Cela dijo en cierta ocasión que «en España se jodía poco y mal». Quizá tenía razón y los efectos hayan tenido que ver últimamente con el natalicio en nuestro país. Pero si la jodienda es escasa o no tiene enmienda y consecuentemente la natalidad está en números parcos, ¡qué decir de la lectura! Malos tiempos corren para el papel del libro y peor aún para el libro de papel. En España se ha leído y se lee, no sé si bien o mal, pero poco, aunque, paradójicamente, estemos entre los primeros países por número de libros editados al año.

A comienzos del siglo XIX era tan escasa la lectura en España, que alguien dijo que los libros de moda eran el libro de misa para las mujeres y el librillo de papel de fumar para los hombres. En casa de unos tíos míos, el único libro que había, además del de misa, era un libro de cocina, regalo de una Caja de Ahorros por una imposición a plazo fijo. D. José Ortega Munilla, padre de Ortega y Gasset y director de ‘El Imparcial’, decía que la base de la grandeza de España estaba en que aprendieran a leer los que no sabían y que lo hicieran los que ya sabían. Unamuno, comentando sobre sus lectores en 1912, dudaba que el público que leía sus libros llegara a mil personas.

Pero lo peor han sido los casos de bibliocausto. En el siglo XIII, Santo Domingo de Guzmán mandó quemar los libros heréticos albigenses con la pretensión de que si alguno de ellos era ortodoxo se salvaría de las llamas (momento admirablemente ilustrado por Pedro Berruguete en su tabla conocida como «El milagro del libro incombustible») El cardenal Cisneros y Juana, la Loca, ordenaron la incineración de numerosos libros árabes con el fin de apagar el recuerdo que la dominación árabe habría podido dejar en el ánimo de los moriscos. La última bibliotricia ha corrido a cargo de los azules golpistas durante nuestra última guerra civil para que no se dañase su forma reaccionaria de pensar.

En las escuelas los maestros, en general, han enseñado e impuesto el mero mecanismo de la lectura, pero no el hábito, ni el gusto, ni menos aún el deseo de la lectura, aunque se amenace como un profesor nos hacía en la Universidad en plan intimidatorio y metafísico: «Aquí el que lee se salva y el que no se condena». Desde muy antiguo, Plinio, el Joven, con un criterio que luego seguiría Cervantes, afirmaba que no hay libro tan malo que no tenga algo de bueno. Y si no hubiera libros no podríamos evaluar la enorme extensión de nuestra ignorancia. «¡Que uno se muera habiendo tantos libros por leer!», Ramón Menéndez Pidal dixit con 100 años de vida y miles de libros leídos.

La nota de humor sobre el libro la puso Julio Camba: «Los libros sirven para muchas cosas. Sirven para completar el mobiliario de las habitaciones. Sirven para realzar el asiento de una silla, cuando a la hora de cenar, alguna persona de pocos años o de escasa estatura no se encuentra en el comedor al nivel de su plato de sopa. Sirve para calzar la pata de una mesa. Sirven para obturar agujeros, y si ustedes me dicen que sirven también para leer, yo me veré obligado a responderles que, en efecto, algunas veces hasta sirven para eso, pero que si el público no comprase libros más que con el único y exclusivo objeto de leerlos, el negocio editorial daría poquísimo de sí».

Me he ganado con creces el pasaporte para partir airoso de este mundo de lágrimas rumbo a la gloria bendita, pues he cumplido ya los tres requisitos ‘sine qua non’: cuatro hijos de ambos sexos, una veintena de chopos y seis libros publicados.
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