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El reto improrrogable de la vida sostenible

19/07/2021
 Actualizado a 19/07/2021
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Mientras algunos asisten con estupor a las inundaciones de Alemania y Bélgica, el gran corazón de la Europa rica, la mayor preocupación parece instalarse de pronto entre los políticos: ¿provocará la emergencia climática un cambio drástico en la manera de votar? En realidad, ya ocurrió en el pasado: en 2002, por ejemplo.

Los jóvenes están votando cada vez más por otras cosas, con la mirada puesta en otros objetivos, con menos sentido del cortoplacismo, tan habitual en la política por la presión de los ciclos electorales. Quizás poseen esta mirada más amplia porque son jóvenes y su futuro es el que está en peligro.

También sufren a corto plazo, por la ausencia de oportunidades, por el galopante desempleo (particularmente en España), por la tardía emancipación familiar a causa de la falta de recursos, pero, a pesar de los problemas inmediatos, a pesar de todo eso, muchos han puesto la mirada en el futuro del planeta, en construir una vida ecológica, lo que necesariamente implica un gran sentido de generosidad para con los demás.

Mientras reclamamos altura de miras a los políticos, quizás sean los jóvenes los que terminen dándonos una lección. En las dos últimas décadas, el impacto de las redes sociales (con todo su lado oscuro, con toda su siembra de superficialidad y odio) ha modificado la forma de comunicarse y de entender la realidad, y, en general, el cambio ha sido para mal. Ha derivado en una gran simplificación y una cierta puerilidad argumental, en ese peligroso maniqueísmo del que tanto hablamos aquí, en la falta de matices.

Es un camino erróneo, un engaño absoluto, del que se han aprovechado algunos líderes populistas, dispuestos a apoyarse más en la ignorancia de la gente que en su inteligencia, más en la simpleza que en la complejidad. Nadie sabe si ese populismo a lo Trump (pero no sólo de Trump, ni siquiera sólo de su orientación política) fue un sarpullido de temporada o si volverá, como vuelven a veces los sarpullidos, para intentar conquistar voluntades frágiles o espíritus decepcionados (y no sin razón) por el sistema.

Es posible que se esté fraguando una nueva conciencia en los jóvenes que se aparte de las imposturas mediáticas y la simpleza que a veces transmiten las redes. Sé que puede haber muchos escépticos al respecto, pero hemos de tener esperanza. Más que tratarse de las generaciones mejor preparadas (que de todo hay), se trata de las generaciones con más herramientas para cambiar el mundo. Muchas proporcionadas por la propia tecnología, pero usada de otra manera.

Si los jóvenes logran tomar las riendas del presente, a pesar de los muchos obstáculos a los que deban enfrentarse, si logran desprenderse de los dictados del nuevo y sibilino autoritarismo, de los dogmas que pretenden dirigirnos globalmente, entonces aun tendremos una posibilidad. Por eso creo que la voluntad ecologista, la preocupación por el estado el planeta y la emergencia climática, puede ser (debería ser) la verdadera herramienta de una revolución largamente esperada, aunque frenada: sin duda, hay que vivir de otra manera. Si nosotros no hemos sido capaces de detener la destrucción, ellos tendrán que hacerlo para sobrevivir.

Que las graves inundaciones hayan afectado al corazón rico de Europa, podría influir también a la hora de acometer un giro importante en las políticas sobre emisiones. Aunque no faltan los escépticos, entre ellos algunos científicos, que creen que es muy pronto para explicar las verdaderas causas de lo que ha ocurrido (en 1962 sucedió algo semejante), lo cierto es que este desastre climático, que ha provocado la muerte hasta el momento de más de 150 personas, aparte de los enormes daños causados, va a agudizar el sentimiento crítico de la población sobre la acción política. Y, particularmente, sobre las medidas en torno al calentamiento y la contaminación, cruciales en la Europa industrializada, por más que la propia Europa reconozca la necesidad de acometer un liderazgo en materia ecológica, sólo hay que recordar las palabras de Úrsula von der Leyen, el otro día, en torno a la caducidad prevista para los motores de combustión.

Sea la causa de estas brutales inundaciones el cambio climático o no lo sea, lo cierto es que los episodios graves, semejantes a este, no dejan de producirse, y lo hacen cada año con más virulencia. El aumento de la temperatura media es innegable, con varios récords recientes. La desaparición de los glaciares y los incendios que arrasan California o, en estos días, el permafrost de Siberia, constituyen otro ejemplo. Y hace apenas un par de semanas, Canadá registraba temperaturas impensables.

Con una mayor conciencia entre la población, es normal que surjan dudas en el estamento político, que sabe que no puede obviar el problema más importante al que nos enfrentamos. Acometer la descarbonización, seguramente con más rapidez y eficacia de lo que estaba previsto, es la acción más relevante que se espera para los años venideros, y no habrá partido con visión de futuro que se atreva a no incluirlo en su programa.

En Alemania, la preocupación conservadora crece porque Los Verdes son ahora mismo la segunda opción política y hay elecciones en septiembre. Sin embargo, aunque todo sea finalmente político, convendría no convertir la batalla por la ecología en una batalla también política. Hoy todo acaba diluyéndose en enfrentamientos bizantinos. La política aparece en ocasiones como un freno, y eso será siempre muy difícil de explicar.

El rosto perplejo y cariacontecido de Von der Leyen ante los efectos de las inundaciones, en su visita a Bélgica, quizás anuncie una mayor implicación de Europa
en estos asuntos (que ya es mucha). En comparación con otras latitudes y otros gobiernos, con ecosistemas vitales para el equilibrio de la vida en la Tierra, la Unión Europea parece decidida a acometer cambios que nos conduzcan a una vida más sostenible en todos los órdenes (ya saben que la alimentación, la agricultura y la ganadería, están en la agenda).
Pero este es un momento de crisis económica, de gran sufrimiento para muchas familias. Son muchas cosas las que hay que conciliar. Los jóvenes entienden muy bien el reto que se presenta y muchos no tan jóvenes también. Pero combinar el cambio de modelo con la falta de empleo, con el deterioro social y la desigualdad galopante no parece fácil. Quizás sea el momento para reivindicar el campo, el mundo rural, tan abandonado. Por ahí empieza, creo yo, la solución. Los agricultores y ganaderos conocen muy bien su territorio y pueden enseñarnos mucho, si se les apoya, sobre sostenibilidad.
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