26/10/2018
 Actualizado a 19/09/2019
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Cuando hace dos semanas me acerqué a Boñar para, por mí mismo, comprobar cómo había quedado el monumento-recuerdo al Negrillón, no pude por menos que recordar las muchas veces que por allí había andado, a medias profesionalmente y a medias por puro gusto.

Y como unas cosas llevaban a otras, entre obra y obra, también, cómo no, más de una vez me quedé a comer. No había entonces muchos sitios para ello, hoy sin duda hay más, pero por aquellos entonces, que eran unos entonces bastante lejanos, a comer íbamos, como no, al Remellán.

Así que, como la carne es débil y el estómago más, después de dar unas vueltas alrededor del nuevo Negrillón, me marché a la Venta de Remellán. O sea, al Remellán. Era obligado.

El mismo camino, la misma salida pasando al lado del balneario, hoy cerrado, y el mismo paisaje. Hasta la misma casa-venta al lado izquierdo de la carretera.

Eran aquellas épocas en que Felipe, bajito y encantador, andaba por el bar y el restaurante sin parar. Además, Felipe había sido paciente de mi padre, así que nos recibía con una sonrisa de oreja a oreja, y más aún cuando íbamos con ‘Don Eugenio’. Y nos buscaba mesa, que muchas veces, sobre todo los domingos, no había.

Era cuando el plato, en realidad los platos a los que íbamos, eran la tortilla, la trucha y las natillas. Hoy también, pero, por entonces las truchas eran truchas. La tortilla y las natillas, claro, siguen igual, pero las truchas…

Grandes, tanto que estaban troceadas muchas veces. Creo recordar, y puedo fallar, porque son ya muchos años, que las freían no en una sartén, sino en una de esas piezas de mucho fondo y dos asas a modo de paelleras altas, bien llenas de aceite… de freír más truchas.

Supongo que esa era una parte del secreto de porqué estaban tan buenas. La otra, claro, es que las truchas eran truchas, de furtivos o no, salvajes. Y qué buenas estaban.

Había menestra y buena carne. Hoy también. Pero lo que he echado de menos son las croquetas de trucha.

No las había siempre, pero las había, que más de una vez las tomé. Sonrosadas y finas. Pregunté por ellas, y, a decir verdad, me miraron como si preguntara por la luna o algo así.

Pero me vengué (a mi manera). Como había pedido truchas y sobraron (las raciones, hoy como ayer, son abundantes), me las llevé en un recipiente que amablemente me dieron y me las hice al día siguiente. Besamel, trucha limpia y desmenuzada y, como no se ponía la masa sonrosada, añadí unas cucharadas de salsa de tomate y, ¡oh milagro!, sonrosadas quedaron, estupendas y, yo juraría, vana ilusión seguramente, igual de estupendas. Y es que estaban muy buenas.

Ya no estaba Felipe, pero todo lo demás, no era demasiado diferente.

Renovado, más al día, se ha perdido, pero no demasiado, aquél ambiente de casa de comidas del camino, distribuida y adaptada a los bajos de una casa molinera con años de existencia, cosa por otro lado necesaria porque si no, seguramente, sanidad no permitiría hoy su funcionamiento. Un suelo nuevo, todo él, y los consabidos refrigeradores de helados y arcones que antes tampoco estaban. Por lo demás… podía salir Felipe en cualquier momento.

En todo caso, no disminuía un ápice la sensación de volver atrás en el tiempo. Aparcar bajo los árboles, pasar la carretera jugándote el tipo, hoy más que ayer, y entrar en el bar. Todo igual, el sitio, el servicio, los platos… (menos las croquetas).

Y algo que muchas veces he discutido con amigos cuando se quejaban, o simplemente opinaban, que poner un restaurante lejos, a kilómetros, no tenía éxito: no es cierto, si se come bien, no hay problema. Remellán está a casi una hora de coche si no se quiere ser obsequiado con una multa de tráfico, y el comedor estaba lleno.

Vamos, que valió la pena.
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