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El Ramadán de los palomos cojos

03/05/2015
 Actualizado a 07/09/2019
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Llevo años practicando el Ramadán. Mi Ramadán poco tiene que ver con el que detalla el calendario religioso musulmán; sucedió, sin embargo, que en algún momento me sonó bien la palabra y luego su significado y, sin más, tomé la decisión de completar los treinta días del mes sin beber alcohol. Simplemente sin beber alcohol. Con el paso del tiempo he venido observando cómo cada año me resulta más difícil acceder a la cumbre de los treinta días de abstinencia, pero el caso es que siempre conseguí superar la prueba, cuestión que inyecta en mi ánimo, en ausencia del placer de tan sabroso líquido, una compensada dosis de orgullo capaz de romper el esquema diario de animal de costumbres que me lleva a la barra del bar a disfrutar de la compañía de los amigos con unos vinos de por medio.

Este año he solicitado para dicha empresa la colaboración de Elías y Jorge. Su juventud no se ha visto aún horadada por los desajustes y las inclemencias provocados por los grados supremos del güisqui y la ginebra. Pensaba yo que tal premisa, la de su condición de treintañeros, serviría para salvaguardar mis horas de penitencia durante la fiesta de Los Palomos, aquí en Badajoz, un espectáculo de características e intenciones similares al que celebramos por Semana Santa en León, el de San Genarín. Imaginaba, digo, que la juventud de mis acompañantes no sería portadora, en modo alguno, de la adición perniciosa de su padre y superarían con él, conmigo, la tentación de los vinos, los güisquis y los gintonics que desde primeras horas de la tarde comenzó a dañar las mentes de los miles de participantes en el evento gay que se celebra en la capital extremeña cada año.

La festividad de Los Palomos tiene su origen en una respuesta homófoba del anterior alcalde de la ciudad, Miguel Celdrán, quien a la manera de De la Riva, el populista regidor pucelano, dijo que «…en Badajoz no había palomos cojos», en clara referencia a gays, lesbianas, transexuales y bisexuales, «porque los echamos siempre de aquí». La respuesta inmediata, alentada por el Gran Wyoming en ‘El Intermedio’, su programa de la Sexta, fue una masiva peregrinación a la capital pacense hace cuatro años desde todos los puntos de la geografía española para celebrar el día de Los Palomo Cojos, una caravana festiva que no ha dejado de llegar a Extremadura estos últimos años, cada vez con mayor caudal de personas. Hábiles como resultan los políticos para transformar en peces los panes, el alcalde pepero se nombró abanderado de los ‘Palomos’ para recibirlos en Badajoz como amigos íntimos pero, sobre todo, como elementos capaces de incentivar la economía hostelera de la ciudad durante los tres días que suele durar el multicolor festejo.

No es por nada, pero a base de agua mineral, el festival de Los Palomos no era tal. Observaba yo cómo se divertían Elías y Jorge –tan propios con su aureola de chicos guapos y desinhibidos– cuando les hacían el paseíllo las travestis y no sólo no se achicaban, sino que se integraban en el grupo y se contoneaban al ritmo de la música y ofrecían al cielo el botellín de cerveza mientras animaban al del Ramadán a unirse al espectáculo en la Plaza Alta. Pero ni por esas sucumbí a su provocación: por mis venas corría el agua pura de los manantiales más profundos, la flecha que señalaba el camino de la mesura, del relajamiento, de las virtudes teologales y cardinales (todo pasa al fin y al cabo; no me entretendré: mañana tengo cosas que hacer; si sucumbo al embrujo lo pagaré caro; ya no estoy en edad de merecer…) y de otros tantos pellizcos en la mente que me retraían y me hacían desviarme a lugares menos concurridos.

En una de las bocacalles encontré apoyada en una esquina a una muchacha rubia y esbelta, quien, con parecida desazón a la mía, me ofreció silenciosa un trago del vaso que rodeaba con sus dedos. Y así, de forma tan natural, expiró mi Ramadán. No fue la voz de la sirena la que me embrujó, sino el color teja del líquido que engullí sin pestañear. ¿Cómo te llamas?, pregunté con naturalidad. Luís, contestó, pero todos me dicen Luisa, prosiguió con la voz ronca de Luís. Como durante veinte días no había discurrido por mi gaznate bebida alcohólica alguna, se me atragantó aquel primer sorbo, pero me dejé llevar del brazo hacia lugares más concurridos. Combinamos el bailongo con los tragos, de manera que, durante el tiempo que ocupamos en llegar a la Plaza Alta, fundimos el brebaje que guardaba la botella de Luis/a y me esforcé en borrar de mi mente la palabra Ramadán. Con la conciencia arrepentida, desde ese momento hice promesa de retomarlo no bien hubiese acabado la fiesta de Los Palomos. Cuando encontramos a Jorge y Elías se deshicieron en elogios hacia mi amiga y ofrecieron sus brazos a la moza (o al mozo: seguía sin saber por dónde iban los tiros). Bien se notaba que también ellos habían roto el Ramadán, no en vano bebieron a morro las escorreduras de la botella, en vista de lo cual pedimos otra y les obligué a conjurarnos de nuevo para retomar nuestro Ramadán el lunes próximo. «Ay, moritos, qué decís», simplificó Luísa (definitivamente Luisa) «tengo entendido que durante ese tiempo no se puede hacer el amor…», dijo mirando a mis dos hijos. Yo me encogí de hombros y enarqué las cejas cuando ellos trataron de pedirme explicación del asunto.
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